lunes, 15 de junio de 2015

PROSPERO


El buen señor Próspero, sesenta y seis años a cuestas y el cabello blanquito como las cumbres del pico Bolívar, después de darle un beso a su mujer se despidió de ella con un: ––hasta la tarde m’ija.

Y maletín en mano salió a la calle dirigiéndose presuroso al kiosquito de la esquina. “La Taguarita del Negro” se llamaba aquella ratonera. Se jorungó los bolsillos y sacó trescientos cincuenta bolos que se los cambió al kiosquero por “Las Noticias”. Ya se disponía a abrirlo, cuando observó que a lo lejos, echando humo como el Vesubio, el volcán aquel que en tiempos remotos destruyó Pompeya y Herculano, venía “su” autobús. Agitó insistentemente su brazo derecho, y la chatarra aquella, sucia, hedionda, con los cristales y los asientos rotos, los cauchos lisitos como la calva de Yul Briner, exhibiendo una gran cantidad de mensajes hechos por estudiantes, y repleto de gente como sardinas en lata se detuvo. El señor Próspero penetró en ella, pero para su desgracia, todos los asientos se hallaban ocupados resignándose a viajar de pie aferrándose a los grasientos tubos que sobresalían del techo. En aquella incómoda posición parecía un araguato colgando de las ramas de un árbol. Y a medida que el autobús se detenía en otras paradas, más y más pasajeros se montaban en él, y diez minutos después no cabía nadie más, sin embargo el chofer que parecía cobrar un porcentaje por cada persona que viajara en él, continuaba recogiendo más y más pasajeros hasta que la situación se hizo insoportable.



––Señor por favor, no meta a más nadie, ya no cabe más gente–– se le oyó decir a una bonita muchacha elegantemente vestida.

Pero el muérgano aquel, lejos de tomar en cuenta la observación de la muchacha, se detuvo en la parada siguiente, y a medida que ingresaban otros pasajeros, gritaba a todo gañote:

––Allá atrás está vacío. Caminen hacia atrás, caminen hacia atrás.

––Coño chofer, mételos en el segundo piso–– gritó alguien desde el fondo.

––¿Tú cómo que crees que esta vaina es de goma?–– protestó otro pasajero.

––Coño vale, tú como que eres socio de los dueños de esta vaina–– dijo otro.

––El muergano ese como que cree que está transportando cochinos–– dijo por último una señora gorda, exageradamente adornada con joyas de fantasía. Dos paradas más adelante bajaron ocho pasajeros pero penetraron otros tres, sin embargo la incomodidad y el apretujamiento continuaban siendo los mismo y el señor Próspero seguía de pie aferrado a aquellos grasientos tubos. Por momentos se sujetaba con el brazo derecho, y después con el izquierdo. Pero para su fortuna en la siguiente parada bajaron otros diez pasajeros, entre ellos una joven señora que viajaba con su pequeño hijo sentada justamente frente a él. Inmediatamente ocupó aquel asiento en el que también viajaba una simpática estudiante de bachillerato haciendo bombitas con el chicle que masticaba con la boca abierta. Las bombitas explotaban: tic, tic, tic. Esto no lo perturbó en lo más mínimo porque se hallaba concentrado en “Las Noticias”. De vez en cuando lo ponía cabeza abajo, de lado, le daba interminables vueltas como haría más alegre que’l carajo un muchachito con el volante de un carrito chocón, para colocarlo después en la posición correcta. Repitió aquello tantas veces que a la liceísta le dio por recordar lo que una vez le oyó decir a su abuelo paterno: “El General Gómez era tan bruto, tan bruto, pero tan bruto y requete bruto, que leía el periódico al revés”.

(Inteligente diría alguien, porque hay que ver carajo lo difícil que es leer un periódico al revés). Y aunque desconocía quien había sido el tal General Gómez, porque no podía darse el lujo de perder el tiempo en averiguar cosas del siglo pasado, y que además nada tenían que ver con su formación, dijo para sus adentros: ––Ay, ese señor debe ser familia de ese general.

Pero se equivocaba aquella bella liceísta, el señor Próspero si sabía leer, lo que sucedía era que para enterarse de lo que quería saber, era necesario y obligatorio colocar el periódico en distintas posiciones. Sin embargo parecía que de momento no lograba descifrar el enigma, el misterio que sólo él trataba de develar. Pasó la página, se encontró con las tiras cómicas, el horóscopo y el crucigrama. Buscó primero su signo zodiacal, Capricornio, y leyó: “Sus superiores muy pendientes de su labor. Ascenso en puerta. Sustancioso aumento de sueldo. Vecina joven, rubia, escultural y adinerada interesadisima en usted. Sus números de suerte, el 000, 707 y el l21, juéguelos al derecho y al revés”. Se sintió complacido por aquellas predicciones, y pasó a las comiquitas, leyó Don Fulgencio, El Reyecito, El Amargado, El Otro Yo del Dr. Merengue, La Familia Pichinini, El Cegato, La Familia Burrón, Súbito, Ozar Ike, Flash Gordon, El Monje Loco, Spirit, Queta y Pando, Pedro Harapos, Bicho Bruto, La Pequeña Audrey, La Pequeña Lulú, Anita La Huerfanita, El Coronel Cholalisa y La Duquesa Sonrisa, El Fantasma, Trucutú, Mandrake, Joe Palooka, Superman, Aquaman, El Halcón Negro, El Capitán Marvel, El Hombre Plástico, y terminó con Tarzan de los moños con Chita, y Jim de la Selva con Tamba. Concentró luego su atención en el Crucigrama, no era muy ilustrado él, pero algo recordaba de la primaria y de la lectura de cuando joven.Se encasquetó los lentes de gruesos cristales verdosos como aquellos que llaman “Culo e Botella”, y bolígrafo en mano se dispuso a resolver aquella especie de examen escrito. Leyó la primera pregunta en el renglón Horizontales: “Sentido del olfato”. Rápido contó las casillas, cinco, y pelando por el bolígrafo escribió la respuesta: H-O-L-O-R.

Pasó a la segunda, la cual decía: “Mamífero volador chupador de sangre”. ––No joda, esto está más fácil quel carajo–– dijo. Contó esta vez siete casillas, y veloz como el rayo respondió: D-R-A-C-U-L-A.

Pasó a la número tres: “Perro en ingles”, tres casillas y escribió: C-A-N.

––Nooo, esta vaina es pa carajito de primaria.

Se fue luego a la cuarta: “Natural del Estado Monagas”. ––Más fácil que pelá cambur–– dijo, y respondió: M-O-N-A-G-U-I-S- T-A.

Pero la quinta pregunta si le resultó verdaderamente difícil. Se le trancó el serrucho al señor Próspero. Y después de pensar, mirar hacia los lados, hacia atrás, a través de la ventanilla, y chuparse el bolígrafo se sintió frustrado y se dio por vencido, definitivamente no sabía la respuesta. Ah, pero si él no la sabía, a su lado estaba la persona que seguro pondría luz en la oscuridad, la joven y bella liceísta que imperturbable, impávida, incólume continuaba haciendo bombitas con el chicle que explotaban con aquel chocante tic, tic, tic. tic. Sin muchos rodeos le preguntó:

––Señorita, disculpe, ¿qué año estudia usted?

––¿Quién, yo?. Quinto–- respondió la chama.

––Ah, lo que pasa es que estoy sacando el crucigrama y quedé parao en la quinta pregunta, a lo mejor usted sabe la respuesta.

––¿Quién yo?, ––dijo de nuevo la muchacha, y estiró su pescuezo delgadito así como la escultura de la reina Nefertiti de Egipto, hacia el periódico que le mostró el señor Próspero. Ubicó en el crucigrama aquella pregunta, la cual decía: “Nombre del autor de Cien Años de Soledad”.

––Ay señor, pero si está facilita–– dijo la futura universitaria y escribió ella misma la respuesta con un bolígrafo donde se observaba el sonriente rostro del cantante Ricky Martin: G-R-A-B-I-E-L. Claro que así se llamaba el tipo, porque recordó que también así se llamaban dos de sus cantantes favoritos: Juan y Ana Grabiel.

Seis, leyó la chama: “Arca, caja grande”, cinco casillas contó, y rápido como para que no se le olvidara la respuesta escribió: C-A-G-Ó-N.

La siete decía: “De Coro, Estado Falcón”: C-O-R-E-A-N-O, fue la respuesta de aquella bella enciclopedia humana.

Número ocho: “Capital del Estado Portuguesa”. Esta vez la chama titubeó, no miró para ninguna parte pero sí se chupó el bolígrafo. Se dio un golpecito en la frente y escribió la respuesta: G-U-A-R-E-N-A.

El señor Próspero quedó absorto, y se dijo:

––Coño ésta carajita si sabe, después dicen que los estudiantes son unos ignorantes. Debería ir a ¿Quién quiere ser Millonario?.

Indudablemente Palas Atenea, quien no tuvo necesidad de ir a la escuela porque para ella no existían secretos porque todo, absolutamente todo lo sabía, parecía haberse ausentado del Olimpo para viajar a la tierra de los mortales y meterse en aquélla sapiente, joven y bella chamaca.

Respondida la última pregunta, la ilustrada belleza con la mejor de sus sonrisas le devolvió el periódico porque ya estaba llegando a su destino, y bajó del autobús en la siguiente parada no sin antes despedirse de él con sus interminables: tic, tic, tic.

El asiento vacío fue rápidamente ocupado por un muchacho que posiblemente por el apuro que tenía olvidó ponerse la camisa, ya que solamente se cubría el torso con una camiseta mitad blanca de lo limpia y mitad negra de lo sucia. El señor Próspero lo miró de reojo como gallina que mira sal, y de nuevo concentró su atención en el crucigrama, esta vez sin la valiosa y oportuna ayuda de la bella y culta liceísta.

Leyó la número nueve: “El Conde de... Obra de Alejandro Dumas”. Contó once casillas, y ya iba a responder cuando lo interrumpió una chillona voz de mujer que dirigiéndose al chofer gritó:

––Donde pueeeeda.

Pero el chofer, debido quizás a un defecto auditivo, al escándalo de más de veinte voces que se dejaban oír a un mismo tiempo, del corneteo de carros, y del griterío de los buhoneros en la calle, no logró escuchar nada, y claro, no se detuvo en la parada de aquella señora, o donde pudiera según le dijo ella.

––Paraaaaadaaaa–– dijo entonces la mujer, esta vez largando un grito mucho más fuerte y prolongado.

––Coño señora no sea tan ordinaria, toque el timbre no joda, me va a rompé el tímpano–– dijo escarbándose un oído el señor que viajaba a su lado.

La mujer no le paró al reclamo, mientras el autobús raudo y veloz como un cometa continuó su marcha. Y ante aquella situación, gritó por tercera vez:

––Bueno desgraciao, te vas a pará o no te vas a pará. ¿Tú cómo que quieres llevame pa tu casa?, muérgano.

El chofer que al fin pudo escuchar los gritos de la mujer le respondió también en alta voz:

––No señora, no me la voy a llevá pa mi casa porque no tengo una jaula donde metela. Y más muérgano y desgraciao será su marido.

––Toma tu tomate–– dijo un negrito que viajaba en “La Cocina”.

El chofer al fin detuvo el autobús, y aquella señora que llevaba una enorme bolsa de lona super repleta con todo lo que había comprado en el mercado, y otra más pequeña, de polietileno, en la que viajaba una gallina cuya emplumada cabeza sobresalía por una abertura hecha en la parte de abajo, después de abrirse paso trabajosamente por entre los pasajeros que viajaban de pie llegó a la puerta de salida, pero antes de abandonar el autubús le gritó de nuevo al chofer:––Muérgano, desgraciao, mal parío, cuando te levantes arrecho con tu mujé no salgas a trabajá, quédate en tu casa o te vas pa otro lao.

––Ay, que mujer tan vulgar por esa boca–– murmuró una señora.

––Piazo e tierrua no puedes negá tu procedencia–– le gritó un muchacho sacando la cabeza por la ventanilla.

Pasado aquel incidente, señor Próspero se dispuso a responder la pregunta nueve. Sabía la respuesta y escribió: D-E-L-G-U-A-C-H-A-R-O.

Iba a leer la pregunta diez, cuando de nuevo fue interrumpido, esta vez por un muchacho como de 16 años que le colocó en el maletín que llevaba sobre las piernas, una cachapa de jamón y queso, y un vaso plástico de jugo de papelón con limón. El chamo, luego de haber hecho aquello con el resto de pasajeros que viajaban sentados, se dirigió a la entrada y desde allí, en altisonante tono de voz comenzó por dar un discurso aprendido al caletre:

––Buenos día señores pasajero, pelmítanme quitales un minuto de su valioso tiempo. Como todos ustede saben, la situación der país está bastante deteriorada pol curpa del gobielno, lo cuar no me pelmite conseguí trabajo en ninguna palte. Pero como soy un joven de buena familia que tiene que estudiá de noche tengo que salí a la calle, no a robá, ni a güelé pega, ni a arrancale la cadena ni er reló a nadien, sino a vendé estas cachapas y er guarapo de papelón con limón...

Se interrumpió el margariteño para tomar aliento y continuó:

...Estas cachapas señores pasajero, están confeccionada por mi mamá con harina de maíz impoltado de los Estados Unidos. Y como muy bien pueden ustedes güelé, vienen en tres diferentes presentaciones, de queso, de jamón, y de jamón y queso ar mismo tiempo. Y por último señores pasajeros, pa que no me digan fastidioso, quiero deciles que er jugo de papelón con limón está hecho no con azúcar moreno, sino con papelón de verdá y agua mineral, no der chorro, y limones frescos que cogemos de una mata que sembró mi agüelo cuando joven, y que esprimimos con un sacajugos no con la mano

Se interrumpió el muchacho por segunda vez, volvió a tomar aliento y continuó: Todo esto señores pasajero, contituye una sana fuente de alimentación que por er día de hoy estoy promocionando por la módica suma de mir, mir doscientos y mir cuatrocientos bolívares respectivamente, lo cuar en una arepera, o en una venta ambulante les costaría más de mir ochocientos.

Mir doscientos bolívares señores pasajero que no enriquecen ni empobrecen a nadien, y con eso me ayudan a costiá mis estudios. Er que ya se haiga desayunao me lo puede comprá y se lo lleva par trabajo y se lo come en el armuelzo. Y el que no quiera o no pueda compralo porque no tiene rial, eso no impolta polque no es obligao. Muchas gracia señores pasajero que tengan un buen día y que Dios los acompañe y los bendiga a todos.

El chamo terminó de gritar, y como un monaguillo se dirigió a cada pasajero en busca de las doce tablas. Levantó ocho mil cuatrocientos bolos, y antes de bajar, largó el último grito al chofer, que por ser el único que tenía derecho a comer gratis ya había consumido una cachapa y un jugo:

––Gracias chofel.

––Pobrecito–– dijo una viejita que ya se había tomado el jugo de papelón con limón, guardando en su cartera la cachapa de jamón y queso.

Por supuesto, el señor Próspero no se apeó de la burra. ¿Cómo iba él a pagar mil doscientos bolivares por aquella fritanga y un jugo, cuando todo aquello lo compraba en su juventud por tan sólo tres reales?.

El pobre señor Próspero era un fósil viviente, un Celacanto detenido en el tiempo. Un hombre de las cavernas. Un Pitecantropus Erectus. Un feo bicho antediluviano Un Trucutú. Tres paradas más adelante bajó del autobús y se encaminó a un caserón enorme y viejo perteneciente al Concejo Municipal donde prestaba sus servicios como supervisor. Muy educadamente fue dando los “Buenos Días” a todo aquél que encontraba a su paso, hasta llegar a Servicios Generales. Introdujo una llave en un enorme candado, abrió la puerta y penetró a su “oficina”. Potes con chorrerones de pintura de diferentes colores se hallaban esparcidos por el piso cubierto de hojas sueltas de periódicos.

Colocó su maletín sobre el escritorio donde abundaban minúsculas bolitas de carne molida, y vasitos plásticos con restos de café del día anterior.

Una treintena de hormigas que consumían algunos diminutos huesitos de pollo vieron interrumpido su desayuno y corrieron en distintas direcciones. Se quitó el señor Próspero el paltó y lo colgó de un clavito que sobresalía de una de las paredes pintadas de blanco oscuro por la cantidad de manchones que tenía, además de las innumerables telarañas que se podían observar en sus rincones. Abrió el maletín y extrajo una bolsita plástica contentiva de una arepa rellena con revoltillo tan grande como una torta de casabe y una botella también plástica repleta de Frescavena, era el desayuno que todas las mañanas le preparaba su mujer. Y al tiempo que le daba el primer mordisco a la arepita, abrió con cierta dificultad una gaveta del escritorio y sacó de allí una pequeña lupa. Dos enormes cucarachas y sus primas cuatro chiripas corrieron velozmente a ocultarse bajo un montón de papeles.

Tomó después el periódico y lo desplegó. Allí estaba el crucigrama a “medio resolver”. Buscó la página anterior y concentró su atención en aquello que más le interesaba. De nuevo puso “Las Noticias” de medio lao, patas p’arriba, patas p’abajo, inclinao, voltiao , de medio lao, etc, pero por ninguna parte lograba encontrar lo que con tanta ansiedad buscaba. Tan concentrado estaba en aquello que no se había dado cuenta que una mujer elegantemente emperifollada, parada a la entrada de aquella “oficina” lo estaba observando con sumo interés moviendo la cabeza de un lado a otro. Entonces el señor Próspero peló por la lupa, y con manos temblorosas la colocó como a cinco centímetros del periódico. De vez en cuando arrugaba la cara. Hacía algo así como pucheros observando con sumo interés, repitiendo callada e interminablemente aquella operación. Del otro lado se podía ver su enorme ojo tres veces más grande que el amarillo de una ñema frita. Dos minutos después gritó, no ¡Eureka! como aquél tipo llamado Arquímedes que vivía en un pipote como El Chavo, y que alegre, eufórico y más contento que carajito comiendo moco se le ocurrió pegar una carrera por la calle chinito en pelotas, cuando descubrió que cualquier cosa que metamos en una ponchera, una batea, una bañera o en un tobo etc, repleta de agua, se echan un empujoncito pa arriba por un impulso equivalente a la cantidad de agua que se bota, sino: ¡Carajo!. Soltó la lupa como si le hubiera pegado un corrientazo, agarró un bolígrafo criollito, tomó un trozo de papel, e hizo en él una anotación. Hecho aquello respiró profundo, dio un segundo mordisco a la arepita y se empinó la botella de Frescavena.

––Señor Próspero–– lo interrumpió de pronto la elegante mujer.

Se sobresaltó el señor Próspero y un chorrito de Frescavena y trocitos de arepa y revoltillo escaparon de su boca rodando por su corbata y su camisa de inmaculada blancura.

Volteó, miró a la mujer, y como asustado respondió:

––Ay perdón doctora, no la había visto, buenos días. ¿Cómo está usted?

––Buenos días–– respondió la dama añadiendo:

––Señor Próspero, ¿puede mandar a un obrero ahora en la mañana para que coloque una lámpara en mi oficina?. Porque la que la que tiene se quemó, y aquello más bien parece una discoteca, o la Cueva del Guacharo.

––Sí doctora, no faltaba más, en cuanto lleguen los obreros yo le mando uno para allá, no se preocupe, váyase tranquila.

––Okey, cuento con eso, hasta luego.

––Hasta luego doctora.

Pero la doctora, que ya se dirigía a su oficina regresó diciéndole:

––Señor Próspero, no vaya a pensar que me estoy entremetiendo en sus asuntos, pero tengo curiosidad por saber algo. ¿A qué se debe–– preguntó–– que usted le haya estado dando vueltas al periódico como batiendo majarete, o manejando un carrito chocón, y mirándolo con esa lupa pegada a los ojos?

––Después de sonreírse bobaliconamente, el señor Próspero respondió:

––Ah, es que usted sabe, estaba buscando el número que da Panchita.

––¿Cómo es la cosa, el número que da Panchita?

––Si doctora, Panchita diariamente da el número que va a salir en la lotería.

––¿Ay señor Próspero perdóneme, no le entiendo, barájemelo más despacio. Explíqueme. ¿Cómo es eso?. ¿Quien es Panchita y que número da ella?.

––Bueno doctora, ponga atención–– respondió el señor Próspero, y como quien estuviera enseñando una pepita de oro, una perla, una esmeralda, un rubí o un diamante, periódico en mano le mostró a la doctora la tira cómica que consistía en un dibujo o caricatura de una criaturita linda y bella vistiendo una super mini falda–– esta es Panchita.

––Okey, okey, pero ¿y el número que dice usted que da ella?.

––Ah pero bueno doctora, no hay peor ciego que el que no quiere ver, mirelo aquí, entre el ojo derecho y la punta de la nariz, ahí se ve clarito que es el 36, métale aunque sean quinientos bolos, o juéguese la serie de los 30.

La doctora algo confundida y con ganas de asesinarlo por pretender decirle cegata, después de mirarlo detenidamente a los ojos le preguntó:

––Que edad tiene usted?.

––Sesenta y seis–– respondió el señor Próspero con una sonrisa en los labios, dándole a su voz un especial matiz como si hubiese dicho…veinte.

––Okey está bien, y le agradezco señor Próspero que no vaya a olvidar el asunto de Panchita... quiero decir, de la lámpara–– dijo la doctora y se retiró. Y a medida que se dirigía a su oficina se decía:

––Que bolas tiene el viejito ese, sesenta y seis años, arrugaíto como una ciruela pasa, el cabello blanquito como la espuma del mar y todavía creyendo en la fulana Conchita o Panchita y en números de lotería. Por eso carajo es que éste país está como está, francamente.

A día siguiente se repitió casi lo mismo del día anterior, y en el autobús, esta vez cómodamente sentado vemos al señor Próspero dándole vueltas y más vueltas a “Las Noticias” y con la lupa a cinco centímetros de sus ojos encontró de nuevo lo que todos los días buscaba, el “número de la suerte”.

––Hoy sí gano carajo con este 92–– dijo–– y voy a recuperar los doce mil bolos que he perdido toda esta semana.



2.001

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