sábado, 29 de agosto de 2015

FABULANDO


El hombre de andar pausado, cabizbajo, abatido acompañado de otros dos penetró a una pequeña y casi vacía habitación tendiéndose de inmadiato sobre la única cama que allí había. Y en aquella posición dirigió su mirada en todas direcciones para luego detenerla en el techo y las paredes pintadas de un plomizo color. Una vez se se retiraron sus acompañantes y cerrado la puerta, oyó una voz que le dijo:

––Oye Juan. ¿Sabes que mañana te darán de alta?.

Se incorporó Juan súbitamente preguntando:

––¿Quién te dijo eso José?.

––Nadie, sólamente se lo escuché decir al médico que te está tratando, se lo dijo al director, fue esta mañana cuando barría su consultorio.

––¿Y qué fue lo que dijo el médico, José?.

––Que daría de alta a algunos pacientes porque ya no justificaban su permanencia aquí, y entre los recomendados estabas tú, porque consideraba que ya habías mejorado, que ya no amenazabas a los médicos y a las enfermeras, que ya no persistías en tu manía de conversar contigo mismo, ni de tratar de escaparte como lo intentaste varias veces el año pasado.

––¿Mejorado?. ¿De que José, de que?, tú mejor que nadie sabe que jamás he estado enfermo. Es falso que haya amenazado a los médicos y a las enfermeras, eso es una vil calumnia. Y en cuanto a hablar conmigo mismo... bueno quizás tengan razón, pero debes saber que en muchas ocasiones todos conversamos con ese otro yo, que llevamos dentro. ¿No crees tú?.

––Sí, pero no en la forma en que acostumbrabas a hacerlo.

––Pero es que también hubo mucho de exageración, y si algunas veces hablaba conmigo mismo era porque no tenía con quien hacerlo como lo he hecho contigo desde que llegaste aquí. Tú, José, eres prácticamente el único amigo de verdad que tengo. Eres la única persona que se ha tomado la molestia de escucharme, de comprenderme y que no ha visto en mi a un loco, que me ha brindado su amistad desde que sin justificación, sin motivos, me internaron en este sanatorio. Y todo eso se lo debo a Cristina la mujer de Cristóbal, mi sobrino. Se dió a la tarea de decirle a todos que yo la golpeaba, que no la dejaba vivir tranquila, y que en varias oportunidades hasta traté de prenderle fuego a la casa con ellos dentro. Inventó todas esas barbaridades

para despojarme de mi casa y de todo lo que tenía. Con esa cantidad de mentiras convenció el director de este hospital y aquí me internaron.

Y si alguna vez traté de escaparme fue debido al mal trato que me dában los enfermeros.

––Pero, ¿tienes un sobrino?, creí que no tenías familia. Como nadie te visita...

––Cristóbal es el único familiar que tengo, tú nunca me lo preguntaste. Y si él, y su mujer no me visitan es porque yo mismo les dije que se olvidaran de mí. No me hacen falta José, no me hacen falta, total, para lo que me han servido. Además, cuando salga del hospital, si es que es verdad todo eso que me acabas de decir...

––Eso fue lo que escuché.

––Bueno, José, me voy a otro pueblo, a otra ciudad, a otro país donde nadie me conozca, donde nadie me señale con el dedo, donde nadie se burle de mí llamándome loco, porque ese fue el rumor que hizo correr Cristina, y claro como es mujer con dinero todos le creyeron. ¿Y que podía hacer un pobre viejo como yo?.

––¿Viejo?. ¿Que edad tiénes Juan?.

––El doce del mes pasado cumplí sesenta y ocho.

––¿Pero tienes adónde ir, y dinero para el viaje?.

––No mucho, pero sí lo suficiente, lo tengo escondido en mi casa, o mejor, en la que fue mi casa, porque ahora es de Cristina y de mi sobrino. ¿Y que me importa adónde vaya?, a un hombre como yo sólo le bastan cuatro horcones y un techo de paja para pasar la noche, por la comida no me preocupo, la conseguiré trabajando. Además, tengo mi carro, es un cacharro, ¿sabes?, pero está en buenas condiciones.

––Ah, conque tienes un carro, zorro viejo. ¿Y adonde piensas ir?.

––Como te dije, a otro pueblo, a otra ciudad, para olvidar los malos recuerdos y la vergüenza que me han hecho pasar ese par de malagradecidos.

––Bueno Juan, no te tortures más, olvídate de esa gente, acuéstate y piensa en todo eso que tienes planeado hacer para cuando mañana salgas de aquí.

Poco después Juan se dispuso a dormir, no sin antes pensar, como le había dicho su amigo, en todo aquello que tenía pensado hacer una vez se encontrara fuera de aquel sanatorio, donde a decir de él, había sido injustificadamente internado.

Nublado, casi oscuro amaneció el día en que Juan se vio de nuevo en la calle. Muy poca importancia dió a la lluvia que caía casi interminablemente. Estuvo deambulando de un lugar a otro sin rumbo determinado, y en aquel deambular sin rumbo fijo, a la deriva lo sorprendió la noche. La mortecina luz que despedían algunos faroles hacia que las sombras de los pocos transeúntes se proyectaran largas y fantasmales por el humedecido suelo.

En una esquina observó a un amigo que se encontraba recostado a la pared.

––Hola Pedro, tanto tiempo sin verte, esta mañana salí del hospital. Y tú, ¿Cómo has estado?... ¿Qué te pasa Pedro, no te alegras de verme?. ¿No tienes ganas de conversar?. Bueno que le vamos a hacer, tú siempre has sido una persona de pocas palabras, eres distinto a José, un amigo que dejé en el hospital, y a Manuel, el policía de la plaza, y con quien me reunía casi todos los días antes de que me internaran. Voy en este momento para allá, estoy seguro de que lo encontraré ahí, parece que no tiene otro lugar a donde ir. ¿Te gustaría acompañarme Pedro?... Pedro. ¿Dónde te metiste?. Bueno si no te agrada mi compañía que le vamos a hacer, tú también me rehuyes porque piensas que estoy loco. Adiós Pedro, que te vaya bien.

Minutos más tarde llegó Juan a la plaza. Se sentó en unos de los bancos haciendo mentalmente un recuento de todo cuanto había hecho durante aquel día. Giró su rostro y su expresión fue de alegría.

––Hola Manuel, sabía que te encontraría aquí. Casi un año hace que no nos veíamos ni conversábamos, pero veo que tienes un uniforme nuevo.

––Juan, ¿Qué haces por aquí?. Tenías tiempo que no me visitabas. ¿Dónde has estado todo ese tiempo?. ¿Dónde te habías metido?.

––¿Qué donde estuve todo ese tiempo?, en un hospital para enfermos mentales Manuel, pero no, no pienses que estoy loco, es una triste y larga historia que en otro momento te contaré. Pero veo que no te han ascendido Manuel. ¿Eso porqué?.

––Debe ser porque ya me estoy poniendo viejo, pero de todas formas no necesito ascensos, total, apenas me quedan dos meses para dejar éste uniforme y ponerme un traje civil como el que tienes tú. Pero dime, ¿qué hacías tú internado en un sanatorio para enfermos mentales?.

––Esta bien Manuel te lo diré, fue Cristina la mujer de mi sobrino quien inventó todas esas mentiras. Por todas partes decía que yo constantemente la golpeaba, la amenazaba, que no la dejaba vivir en paz, y que hasta intenté prenderle fuego a la casa. Cristóbal, mi sobrino creyó todas esas mentiras y entre ambos convencieron a la policía y al Director del hospital, bueno, y allí me metieron. Casi un año Manuel, estuve interno en ese sanatorio. Y como hablaba conmigo mismo porque no tenía con quien hacerlo, todos pensaron que de verdad estaba loco. Una vez traté de escaparme, pero me sorprendieron cuando ya casi estaba en la calle. Sin embargo, el director se convenció de que yo era un hombre sano, y esta mañana me dió de alta.

––¿Y que tienes pensado hacer?.

––Como le dije a José, un amigo del hospital, me iré a otro pueblo, buscaré trabajo, y me compraré otra casa, porque la que tenía me la quitó esa mujer. Pero antes debo ir allá, sacar el dinero que allí escondí y mi carro.

Se puso de pie Juan despidiéndose de su amigo y se dirigió a la casa. Afortunadamente no había nadie en ella. Poco después salió portando en sus manos una pequeña bolsa donde había guardado su dinero, retirando también su carro. Lleno de contento, Juan se desplazó veloz por oscuras y estrechas calles y amplias avenidas. Nunca antes se había sentido tan feliz, y se mostraba tan alegre que parecía no ver la gran cantidad de peatones y vehículos que se desplazaban en su misma y contraria dirección. Y aquella felicidad que embargaba al pobre hombre se trocó de pronto en desgracia. No pudo eludir a uno de aquellos vehículos que marchaba a gran velocidad. El impacto fue violento. Hubo carreras y gritos de desesperación. Fue trasladado urgentemente hasta el hospital pero en el trayecto sobrevino su muerte. Y mientras esto ocurría, un carro de bomberos se abría paso por aquellas oscuras y húmedas calles. Al día siguiente, Juan fue sepultado en el cementerio del pueblo. Ausentes se encontraban José su amigo del hospital, y Manuel el policía de la plaza.

––Roberto era su nombre, un hombre joven aún, apenas contaba cuarenta y dos años, pero indudablemente se trataba de un enfermo incurable, sumamente violento y peligroso. Tenía que ser sometido por la fuerza y encerrado en su habitación al darle por amenazar de muerte a los médicos, las enfermeras, y a sus familiares que venían a visitarlo. No entendemos como logró evadirse–– comentaba el Director del Hospital.

––Posiblemente planeó su fuga el día anterior cuando barría mi consultorio y observaba con atención una de las ventanas por donde logró escapar–– dijo otro de los médicos.

––¿Pero cómo ocurrió el accidente?.

––Después de escaparse lo vieron deambulando por el pueblo conversando consigo mismo, con su sombra y con la estatua del soldado de la plaza. Luego se fue a su casa, no había nadie en ella, le prendió fuego no sin antes tomar algunas cosas diciendo que era un dinero que había guardado. Sacó también una vieja carretilla tratando de convencer a las personas que era su carro. Con ella se fue al centro de la ciudad. Se desplazó por las aceras, y al tratar de atravesar la avenida fue arrollado por un carro que en ese momento se desplazaba por allí. Su cadáver le fue entregado a su mujer, Cristina, y a su hijo Cristóbal.



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