viernes, 19 de junio de 2015

METAMORFOSIS

Sentado, abatido sobre una cama de la pequeña habitación, con el rostro entre sus manos, se hallaba el hombre inmerso en profunda e íntima meditación.


“––Voy a morir–– dice ––presiento que muy pocos días restan de mi azaroso y turbulento paso por este mundo. Pronto ha de llegar la fantasmal y enlutada figura de la muerte que me ha de transportar a una dimensión quizás lúgubre y fría de la que jamás humano alguno ha logrado evadirse.

No, no padezco de ningún mal. Mis facultades físicas y mentales se encuentran rebosantes de vitalidad.

Mi nombre: ¿el verdadero?, no lo diré. ¿A quién podría importarle?. Como tampoco podría importar que nací un mes de septiembre de 1912 en un miserable pueblo de un país sudamericano, recientemente he cumplido 49 años. He perdido sin embargo la noción del tiempo. No tengo la menor idea de la hora ni del día actual. No obstante deduzco que transcurre el décimo mes del año 1961, por cuanto como ya he dicho recientemente he cumplido 49 años. Miro a mi alrededor, y en mis ojos se reflejan sólo cuatro paredes de un triste color gris totalmente desprovistas de ventanas que me permitan absorber del exterior un aire mucho más vivificante, o captar un poco de la luz solar, de esa luz que me es negada y que no contemplo desde el mismo día de mi reclusión. Levanto mi rostro, una pequeña bombilla pende de lo alto (demasiado alto) derramando su raquítica luminiscencia por aquel ambiente. Concentro ahora mi atención en la única y fea puerta, es una sólida plancha de metal del mismo color de las paredes. En su centro puedo ver una diminuta rejilla que sólo puede ser abierta del lado contrario para que varias veces al día, unos ojos grises primero, y después otros azules y brillantes en los que veo reflejarse el odio me observen por escasos momentos. Aquella horrible e inaccesible puerta suele abrise tres veces al día para permitir la entrada de dos hombres, uno de ellos fuertemente armado y vistiendo uniforme militar, y el otro de impecable bata blanca portando mis alimentos que apenas logro consumir. Ambos parecen encontrarse privados del don de la palabra porque nunca les he oído pronunciar ninguna. Por demás está decir que jamás han respondido a la infinidad de preguntas que a veces con sumisión y ruego, y otras con desesperación les he formulado. Y por ello ignoro todo cuanto sucede

fuera de este claustro. Cuanto daría por enterarme de todo lo que sucedía allá a afuera. Cómo deseo despertar de esta horrible pesadilla, ¿pesadilla?,

de este interminable letargo que me envuelve, y escapar a aquel otro mundo, al verdadero. Quisiera correr, saltar alegre por aquellos hermosos campos que constituyeron mi orgullo y alegría del pasado. Penetrar de nuevo en aquella rica mansión que envidiaría el más opulento de los reyes, donde vivía rodeado de lujos, de los más caros placeres y de las mayores atenciones que a una sola orden mía un ejercito de servidores, rápidos y temerosos solícitamente me brindaban. No, no estoy loco, no divago. Pero desgraciadamente todo ha quedado para formar parte del pasado, para convertirse en mis más tristes y dolorosos y añorados recuerdos. Y me pregunto: ¿Fue todo aquello una quimera?. Ahora he de enfrentar una ineludible realidad. No abrigo la menor esperanza de salir de aquí con vida. Afuera me aguarda la muerte. Y a pesar del miedo y el terror que me invade, paciente aguardo su llegada. Cada día que transcurre es un día más de tortura para mí. Es por ello que aguardo con ansias su llegada. Pero... ¿cuándo llegara?. ¡Oh Dios mío cuando!. Apenas puedo mantener mis ojos abiertos. Casi puedo conciliar el sueño. Mis párpados se tornan pesados, con aquella pesadez que precede al sueño profundo, pero que no logra envolverme totalmente a pesar de que mi mente y mi cerebro como sucede diariamente son presas del sopor. Y mañana, cuando logre despertar de algún breve sueño... ¿será el último de mi existencia?. Comprendo ahora que he de comenzar a relatar mi historia, mañana quizás podría ser demasiado tarde.

Mi infancia y adolescencia transcurrieron por un camino plagado de miseria y pobreza. No carecí sin embargo de afecto por parte de los míos. Mas el cariño y el amor que se me prodigaba no fueron suficientes. He de reconocer sin embargo que jamás hice esfuerzo alguno por procurarme un medio lícito que me permitiera la esperanza de un mejor porvenir y deslastrarme de aquella vida carente de lo material. Por el contrario, mi vida transcurría imbuida en el más completo ocio, lo cual con el tiempo me indujo a transitar por peligrosos caminos. Y antes de trasponer aquella invisible barrera que separa la niñez de la adolescencia, ya había dado muestras de mis habilidades que fui descubriendo en mí, y que con el correr del tiempo perfeccionaba cada vez más. Infinidad de delitos cometí, dando comienzo de aquella manera a una impune ¿impune? carrera delictiva. Pero al contrario de otros de mi misma condición actuaba metódicamente, no al azar, a la suerte. El silencio, la oscuridad y la soledad, aunadas a la determinación y riesgos que ponía en cada acto, se constituyeron en mis mejores aliados. Actuaba callada y solapadamente, con pasmosa exactitud y rapidez, y en muchas ocasiones con violencia. Jamás dejé evidencias de mis actos y fue por ello que nunca fui señalado

Por el dedo acusador de la justicia. Fue así como en poco tiempo me hice de una pequeña fortuna que me permitió de momento compensar mis tristes años de pobreza. Pero ello no me bastaba. A medida que transcurrían los años en mí se despertó la codicia. Mis aspiraciones, mis deseos, eran ilimitados. Envidiaba la fortuna bien o mal habida de otras personas. ¿Porqué no ser una de ellas? Me preguntaba constantemente, y ya nunca más pude abandonar aquellos pensamientos. Y fue así que escogí el camino más fácil pero a la vez el más tortuoso. Me constituí en un miembro más de una poderosa organización dedicada al tráfico de estupefacientes. No me resultó fácil sin embargo. Durante las primeras semanas en ella viví bajo una férrea y constante vigilancia por parte de algunos de sus miembros. Cualquier descuido, equívoco o traición que pudieran poner en peligro sus vastos intereses y abundantes ganancias que aquella actividad les generaba a sus jefes y a ellos mismos significaría la muerte de aquél que cometiera tan graves errores. Nada de eso sucedió por mi parte, y fue así como gané la confianza de los jefes. (A muchos de ellos, y por supuesto al “Padrino” jamás llegué a conocer). Mi trabajo o responsabilidades consistían en el amedrentamiento, el acoso, la amenaza, el chantaje, el soborno, la extorsión, el secuestro y hasta la muerte, muy especialmente de personas adineradas o influyentes. ¿A cuántas de ellas llegué a matar?, ahora no recuerdo, ya no tiene importancia. Sin embargo en mi mente jamás anidó un sentimiento de arrepentimiento. Con cada uno de mis actos fui escalando mejores y más importantes posiciones dentro de la organización. Mi fortuna personal se agrandaba cada vez más y mis sueños al fin se hacían realidad. Me sentí seguro, poderoso, temido y respetado. También el azar, la suerte estaban de mi lado, jugaron un importante papel en mi favor, porque en el transcurso de los años, y sin ocultar mi beneplácito muchos de aquellos jefes fueron encarcelados o muertos, lo cual me permitió acceder al control absoluto de la organización adoptando mis propios métodos. Bastaba ya de colocar cientos de kilos de droga en miserables barriadas, pueblos o ciudades. Se trataría ahora de toneladas que enviaría a diferentes partes del mundo. No resultó difícil. Puse precio a la conciencia, honestidad, silencio y ambiciones de hombres influyentes (jueces, ministros, gobernadores, militares, empresarios y sacerdotes), convirtiéndose de esa manera en mis más fieles y mudos aliados. Bastaron sólo tres años para convertirme en un hombre inmensamente rico y poderoso. Tuve pues (gracias a la fortuna), tener acceso a los más altos estratos de la sociedad (muchos de quienes la integraban tan corrompidos o más que yo). Y fue así como mi producto no encontró obstáculo alguno para que libremente cruzara fronteras. Llegaba con relativa facilidad y

seguridad hasta los más recónditos y apartados lugares del mundo. Y cuando lo creía necesario, calladamente, ante una orden mía eran

depuestos o ascendidos un alto jefe militar o policial. Era yo quien hacía escalar mejores posiciones a un juez, un magistrado, un gobernador o un ministro. Era yo quien desde un invisible e inaccesible lugar lo decretaba. La presidencia de mi país, así como la de muchos otros era ocupada por hombres que lograron llegar hasta aquel sitial gracias a mis generosos y millonarios aportes. Ellos sabrían compensar ese “desinteresado” gesto. Mi poder por consiguiente era absoluto e incuestionable. Nadie ponía oposición a mis secretas e irrevocables órdenes y decisiones. No había más poder en el mundo que aquel que yo representaba. Sin lugar a dudas me sentía el amo, el dueño del mundo. Y todos aquellos que valiente pero vanamente intentaron derrumbar aquel imperio, no tuvieron tiempo ni oportunidad de arrepentirse, simplemente murieron espantosamente. Continué matando sin misericordia, sin piedad. No medí sin embargo las consecuencias de mis actos que se constituyeron quizás en los motivos que dieron inicio a mi estrepitoso derrumbamiento. El lado bueno, tenaz, valiente, e incorruptible de la justicia (porque no todo pude dañar) me señaló temerariamente con su dedo acusador. Luchó con tesón, me acosó, siguió mis pasos, se convirtió en mi sombra, y ya formaba parte de mis pensamientos, de mis sueños, era una pesadilla. (que iluso fue creer que tenía el mundo a mis pies). Y hoy en el lugar y situación en que me encuentro recuerdo a César, Alejandro, Hitler, ellos, aunque por motivos muy distintos a los míos, habían fracasado también en su intento por apoderarse de la mente y el cuerpo de todos los seres humanos. Mi sonriente rostro, que hasta hacía poco aparecía ilustrando las páginas de sociales de los periódicos, se mostraba ahora en otras, en las páginas rojas en las que se me reseñaba como un vulgar delincuente. Paulatinamente fui perdiendo terreno. Mi poder se resquebrajó, se hacía añicos. Ya no era el hombre temido y respetado. Era sólo un delincuente, un fugitivo. Fui reclamado por la justicia de mi país como también por gobiernos extranjeros. Mi cabeza tenía un alto precio, y hasta mis más cercanos colaboradores, aquellos que en reuniones sociales se disputaban el privilegio de salir fotografiados en mi compañía, me dieron la espalda, cobardemente me traicionaron, me abandonaron. Sin embargo hasta ellos pudo llegar el poco poder del que aún podía disponer. Todos murieron de una forma violenta y espantosa. Gran parte de mi fortuna me fue confiscada. Carecía de un lugar seguro adonde ir. Mi imperio, como la torre de Babel se venía abajo estrepitosamente sin poder de momento evitarlo.

Y fue una tenebrosa noche en que asediado, acosado logré burlar a mis perseguidores y refugiarme en lo más intrincado de la selva amazónica. Durante largos meses viví con el constante temor de ser descubierto. Más tarde conviví en una comunidad indígena en compañía sólo de mis escasos pero verdaderos y fieles colaboradores. Por momentos me sentía seguro del acoso de mis perseguidores. Sin embargo diariamente me veía envuelto en momentos de depresión y tristeza. Deseaba salir de aquella jungla y entrar de nuevo en contacto con la civilización. Pero, ¿adónde ir?. Era un hombre extremadamente conocido. El más buscado por la justicia. Mi fotografía se encontraba prácticamente en cada rincón del país. Sólo muerto saldría de aquel lugar. Y ya perdía las esperanzas cuando la suerte de forma imprevista y sin yo esperarla tocó de nuevo a mi puerta.

Una lluviosa tarde llegó a aquella comunidad un desconocido trayendo consigo alimentos, ropa, calzado y otras tantas cosas de utilidad para aquellos indígenas con quienes mantenía una estrecha amistad. Después pude enterarme que aquel hombre había arribado al país hacía quince años. Procedía de una nación europea dándole por vivir en aquella selva prácticamente desde el primer día de su ingreso. Parecía poseer un fuerte carácter, era alto, de piel broncínea tostada por el sol, musculoso y de vivos ojos grises idénticos a los míos. Su cabello que en otro tiempo debió haber sido rubio, era ahora de un ceniciento color. Contaba 48 años, intimamos rápidamente. Para mi asombro sabía quien era yo, y sin rodeos me lo confesó una noche:

––Sé quien es usted y a que se dedica. Sin embargo de mi parte no debe temer, no lo delataré, no es asunto mío.

Y así fue, lo demostró a lo largo del tiempo que permanecí en aquel lugar.

A una pregunta mía me relató su historia. Me dijo haber nacido en un pequeño pueblo francés y separado de su familia cuando apenas contaba 25 años para ser enviado a un campo de entrenamiento militar donde permaneció prácticamente confinado, alejado de los suyos. Durante el desarrollo de la segunda guerra mundial, fue enviado al frente de batalla en defensa de su país que estaba siendo asediado por ejércitos alemanes. Al término de la guerra retornó a su pueblo, y al llegar a él, se encontró solo, completamente solo, sin parientes ni amigos sin familia, la suya había sido brutalmente torturada y asesinada. No pudo hacer nada para evitarlo. Y para borrar de su mente todo aquella horrorosa experiencia decidió enbarcar en un viejo buque de refugiados y arribó a América un mes después. Durante largos años deambuló de un lugar a otro, de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de país en país. Llegó aquí, y de inmediato se internó en la selva, se alejó de la civilización con la que mantenía contacto muy esporádicamente.

El relato de aquel hombre me conmovió. Mas sin embargo mi mente trabajaba aceleradamente. Fraguaba un plan, un insólito plan que me permitiría obtener la libertad, y aquél infeliz sin proponérselo, y menos aún, sin sospecharlo se había constituido en mi salvación. Seguí sus pasos, lo espié. Poco después lo hice secuestrar. Más tarde, en un prodigio de alarde científico, la piel de su rostro y de sus manos, el más insignificante lunar y cicatriz de su cuerpo fueron implantados en mí. Ahora era poseedor de un nuevo rostro, de otras huellas dactilares que habían pertenecido a aquél ser anónimo y desconocido, a un hombre emigrado de Europa hacía más de catorce años en quien nadie, absolutamente nadie podría estar interesado. Su cuerpo, así como el de los cirujanos que habían logrado aquel milagro fueron a dar a fondo de un río en el que fueron pasto de voraces peces carnívoros. Sin embargo, aquél hombre antes de morir, mostrando la carne viva de su rostro, lejos de temerle a la muerte que le esperaba, me observaba desafiante con sus aún abiertos ojos grises:

–-Estúpido, traidor, lo pagarás caro–– me gritó. No lo dejé continuar, y a quemarropa le descerrajé un balazo en el rostro carente de piel.

Después en su vivienda me apropié de una cuantiosa fortuna que allí guardaba, oro y diamantes que le proporcionaban los indígenas a cambio de alimentos, ropa y calzado. Logré encontrar además, páginas sueltas de viejos periódicos extranjeros. En algunas de ellas aparecía la borrosa fotografía de aquel hombre vistiendo un vistoso uniforme militar. Sin duda alguna no me había mentido. Su historia contada había sido real. ¿Real?.

Semanas más tarde puse a prueba el éxito de aquella transformación. Y como era de esperar los indígenas no notaron el cambio operado. Para ellos continuaba siendo aquel solitario y callado amigo que cada mes los visitaba. Midiendo el riesgo y las consecuencias decidí salir de aquella selva y trasladarme a mi país.

Fotografías de mi otro, pero verdadero Yo, continuaban siendo publicadas en las páginas rojas de los periódicos, sin embargo no sentí temor, porque ahora mi identidad y mi rostro eran otros. André Renaud era ahora mi nuevo nombre, así rezaba en el documento de identidad de quien se había constituido en mi salvador. Y fue por ello que nadie fue capaz de notar el cambio en mí operado.

Ya liberado experimenté de nuevo el goce de quien disfruta el saberse importante, temido y respetado. Era ahora un prominente hombre de negocios llegado de otra nación. Gracias a la fortuna de que aún disponía penetré (de nuevo) a las más altos y selectos estratos de la sociedad. Casi a diario aquel mi nuevo y sonriente rostro aparecía adornando las páginas de sociales. No había evento en el cual no fuera yo en centro de las miradas.

Hice nuevas y cada vez más importantes amistades. Organicé fiestas y banquetes invitando a la “crema del mundo” político y financiero. De allí salían embrutecidos por el alcohol. Detalles de las más comprometedoras e íntimas conversaciones, y de los actos más deleznables a los que aquellos personajes se entregaban en verdaderos bacanales y orgías que yo organizaba, eran clandestinamente grabados por cámaras de TV, y minúsculos pero poderosos micrófonos. De todos ellos me aprovecharía llegado el momento. Me serviría de ellos para reconstruir el imperio que estrepitosamente había perdido. Serían mi pasaporte para salir con bien, si llegado el caso pudiera una vez más encontrarme en peligro. (Hoy, en la situación en que me encuentro, triste y resignadamente he de confesar que todo aquello de nada valió).

Pausa... oigo fuertes pasos por el estrecho corredor que hay detrás de la puerta de mi prisión. Presuroso me levanto esperando que aquella se abra una vez más para dar paso... ¿a quién?, ¿a aquellos dos callados hombres de siempre?. ¿A la muerte?. Como quisiera que fuera esta última para salir de esta tortura que me anula los sentidos. Pero no, como ha sucedido en otras tantas ocasiones los pasos continúan su rumbo, paulatinamente se van haciendo menos perceptibles hasta que dejo de escucharlos.

...Continúo: Pues bien, edifiqué un mundo de ilusiones, e ilusiones al fin fueron difuminándose como una nube barrida por el viento. De nuevo una estrepitosa pero postrera y definitiva caída se podía leer en mi futuro.

Luego de viajar por diversas regiones de América, decidí pasearme por un determinado país de Europa. (Sin saberlo fue un error, un gravísimo error). Todo fue sucediéndose paulatina y de manera increíble. Cierta noche, encontrándome disfrutando del paisaje que ante mis ojos se ofrecía, observé una vez más la presencia de tres hombres y dos mujeres que parecían encontrarse interesados en mí, pues aunque lo hacían con disimulo no dejaban de mirarme. Ya era la segunda ocasión en que los había sorprendido en aquella actitud. Sin embargo no experimenté preocupación alguna (debí haberlo hecho). Yo era un ser anónimo en ese pequeño pueblo. ¿O era que aquel mi nuevo rostro les era familiar?. Imposible, descarté toda posibilidad, por cuanto André Renaud, el hombre cuyos rasgos faciales y huellas dactilares ahora me pertenecían había sido un ser anónimo, un desconocido sin parientes, familiares ni amigos, y emigrado a América hacía casi quince años. Y Una semana después, luego de sostener importantes entrevistas con prominentes “hombres de negocio” que me reportarían enormes beneficios a cambio de un gran alijo de estupefacientes, decidí retornar a mi país. Pero justo antes de abordar el avión, aquellos cinco y casi olvidados personajes me cerraron el paso. Quedé desconcertado. Confundido. Con asombrosa rapidez, sin comentario alguno fui inmediatamente detenido y esposado en presencia de infinidad de personas que me observaban con curiosidad. Mis protestas, mis quejas, mis reclamos y hasta mis amenazas no fueron escuchadas. Mis preguntas no obtenían respuestas. Casi con violencia Fui introducido en un automóvil cerrado que me impedía mirar al exterior. Fue un corto viaje. Arribamos a un pequeño edificio en el que pude ver a infinidad de personas que parecían mostrarse satisfechas con mi llegada. De inmediato fui encerrado en una habitación donde fui fotografiado infinidad de veces, y mis huellas digitales (o mejor, las de André Renaud) plasmadas en un papel. Sin embargo mantuve la calma. Convencido estaba de que se trataba de un error, un lamentable error, dentro de poco recuperaría la libertad y se me darían por supuesto las debidas explicaciones y disculpas. Mas aquello no sucedió. Pasados algunos largos y angustiosos minutos, observé la euforia que embargaba el rostro de todas aquellas personas.

Cuatro días más tarde, otros hombres de distinto dialecto al de mis captores me sacaron de aquel calabozo transportándome de inmediato a un aeropuerto donde en su compañía abordé un avión. ¿Destino?, lo desconocía, pero por primera vez en mi vida sentí miedo, jamás había experimentado tanto temor. Después de largas horas de vuelo arribamos al fin a una ciudad totalmente desconocida para mí. Ignoraba si me encontraba en América o en Europa.

En un automóvil que se abría paso a endiablada velocidad, precedido y seguido por otros dos, recorrimos una larga y casi interminable carretera.

El cansancio hizo presa de mí, y pude dormir en medio de los dos uniformados que viajaban a mi lado. Ya era de noche cuando el vehículo al fin se detuvo. Los fogonazos de infinidad de cámaras fotográficas me desconcertaron. Una muchedumbre que a duras penas podía ser contenida por la policía levantaba sus brazos hacía mí en actitud amenazante gritando:

––Asesino, asesino.

Pero, ¿era yo el objeto de su atención? ¿Era a mí a quien gritaban. ¿Porqué todo aquello?. ¿Que error había cometido?. De momento lo ignoraba. Y de nuevo, y una y mil veces más atropelladamente penetraron a mis oídos aquellos ensordecedores e interminables gritos cargados de odio.

––Asesino, criminal, asesino.

Pero. ¿Porqué?. ¿Porqué?, me preguntaba incesantemente. La respuesta, la increíble e insólita respuesta la obtuve días más tarde en la soledad de esta prisión en la que ahora me encuentro, y de la que plenamente convencido estoy, sólo muerto saldré de ella.

Que estúpido fue el haber creído que aquel solitario hombre, André Renaud había sido un ser anónimo, un hombre insignificante, uno más de los centenares de millones que pueblan el planeta. ¿Y el desenlace de todo esto?. Mañana cuando haya muerto, otras personas se encargarán de contar.

Dirán la verdad de todo esto. No obstante quiero reiterar que soy inocente de todo cuanto se me ha acusado.

Hasta aquí mi historia, mi increíble pero verdadera y triste historia, no tengo nada más que agregar. La justicia tiene la última palabra”.



Concluyó así el fantástico, increíble y conmovedor relato de aquel hombre, quien luego de retirar las humedecidas y temblorosas manos de su rostro, cayó pesadamente en medio de la cama, esta vez vencido al fin por el sueño.

Días más tarde, aquel claustro se abrió para no cerrarse más. A él penetraron varios hombres, y flanqueado por ellos el prisionero sale al exterior. Recorren un estrecho y lúgubre pasillo. Se detienen ante una puerta custodiada por dos uniformados que lo observan con odio. Segundos después aquella puerta se abre y penetran a una pequeña habitación. Recorre con su vista aquel ambiente. Percibe la enlutada figura de un sacerdote. En un extremo observa a otros cinco hombres también de severa mirada. En el centro de aquella fría habitación observa una pequeña tarima y sobre ella una estructura metálica de la que pendía una delgada pero fuerte soga que al final concluía en un dogal. Un sudor frío le corre por el cuerpo. De inmediato cuatro fuertes brazos lo inmovilizan y es atado de pies y manos. Su cabeza es cubierta por una negra capucha y su cuello apresado por aquel dogal. Apenas tiene fuerzas para oponerse. Sus piernas parecen negarse a sostenerlo.

Se siente desfallecer.

Las lágrimas invaden su rostro.

Está llorando.

Tiene miedo.

Va a morir.

Todos se retiran lentamente, y sólo el sacerdote le dirige una última mirada.. Se descorre una cortina que ocultaba una amplia ventana de cristal, a través de ella se observa una mano que arrastra hacia abajo una palanca.

El descenso es lento pero irreversible.

Hacia lo desconocido.

Hacia la muerte.

Es el final.

El descenso concluye, y a los pies del hombre se abre una trampilla, y su cuerpo, al encontrarse repentinamente en el vacío, súbitamente se desprende hacia abajo, para que repentina y violentamente sea detenido por aquella fuerte soga enroscada a su cuello. De inmediato se deja escuchar un grotesco, tétrico y macabro sonido de huesos que se rompen con violenta furia y segundos después aquel hombre es un cadáver. por el dedo acusador de la justicia.


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Era una mañana invernal, fría y lluviosa. Pequeños y esporádicos copos de nieve comenzaban a alfombrar de blanco calles y avenidas que se mostraban casi solitarias, vacías, fantasmales.

No obstante uno de los escasos transeúntes que enfundados en gruesos abrigos transitaba por la angosta y casi desierta calle, indiferente detuvo su marcha ante una venta de periódicos. Paseó su mirada por ellos, esbozó una casi imperceptible sonrisa y se alejó con un lento caminar calle abajo con ambas manos en los bolsillos del viejo y sucio abrigo con el que se protegía del inclemente invierno.

Pero no leyó, no sabía leer, por lo tanto no se enteró de una noticia que a grandes titulares destacaban los periódicos.

Si aquel hombre hubiese sabido leer, se hubiera enterado que el día anterior, a las cinco de la madrugada, en la prisión de Spandau, había sido ejecutado en la horca el Capitán Khurt Von Rossenheinn. “El Carnicero”. Ex oficial de la policía secreta nazi, responsable del asesinato de más de 20.000 prisioneros de guerra en el campo de exterminio de Auschwitz, durante la ocupación de Polonia por el ejercito alemán, y quien luego de finalizada la guerra, logró evadir a la justicia y escapar a Sudamérica, donde estuvo viviendo bajo el nombre ficticio de André Renaud.


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