sábado, 13 de junio de 2015

VIAJERO DE LLANO ADENTRO


(De una experiencia real vivida por mi padre)


La débil claridad que emanaba de los postreros y moribundos rayos del sol que ya declinaba por el poniente, paulatina e irreversiblemente comenzaron a inundar de penumbras el amplio y hermoso paisaje llanero, el monte, la sabana que parecían no tener fronteras. Las palmeras de delgado tronco, cuyas hojas semejaban enormes abanicos parecían emitir un alegre susurro cuando eran acariciadas por un ligero y refrescante soplo de brisa vespertina.

El ramaje de frondosos, pero escasos árboles que en la distancia se podían observar, y que horas antes parecían petrificados, sin vida, abrasados por el inclemente sol de la llanura, mecíanse ahora mansamente al contacto de aquel invisible efluvio que disipaba un tanto el ardiente, sofocante y pegajoso calor que lentamente va desapareciendo. Enormes nubarrones de un plomizo color que presagian lluvia pronto caer, se ven deslizarse suavemente por su camino celeste, allá arriba en el firmamento.

Poco después la palma y el angosto camino de amarillenta y reseca tierra quedan atrás, y adelante, hasta donde la vista puede abarcar, otra o la misma sabana, el monte, el gamelote, el chaparral y el mastrantal de dulzón aroma que crecen silvestre en medio de aquel verdor. Algunas aves, ante la inminente caída de la tarde y próximo renacer de la noche que envolverá en tinieblas el paisaje, veloces surcan los aires rumbo al nido, donde impacientes les aguardan sus pequeñas crías a las cuales dará protección y calor entre sus alas. Y más allá, rasgando el silencio se deja escuchar el postrero canto de un aguaitacamino que parece saludar el paso de aquella agonizante tarde. En un pequeño caño de turbias aguas se deja escuchar el chapoteo de una baba o un caimán, que interrumpido su reposo al presentir la presencia de extraños se zambulle veloz hasta sus oscuras y frías profundidades. 




Es un solitario viajero que sobre los lomos de un caballo se adentra por aquella espesura. Va tan cansado y sudoroso como su cabalgadura que de trecho en trecho detiene su andar como negándose a continuar su fatigosa marcha. Poco después, ya no hay caminos, trochas, senderos ni picas, sólo ellos inventan e improvisan la ruta por donde han de desplazarse, y saben adonde van. Por la forma de conducir la bestia que ahora se deja llevar dócilmente como un bongo por aguas orinoqueñas, deja entrever que no es el Llano su suelo natal, sin embargo, se desempeña tan bién sobre ella como el bragado hombre llanero. Desconoce el miedo, pero es desconfiado, tiene malicia, ese don del hombre sagaz, astuto receloso que no da por cierto todo lo que logran percibir sus oídos, ni confiar al primer golpe de vista en todo aquello donde se posan sus cansados ojos, y es por ello que se le puede observar mirando en todas direcciones. De vez en cuando se yergue sobre los estribos para dejar que su mirada se pierda por el horizonte. Sabe que no es el mejor momento para cabalgar por montes y sabanas teniendo la soledad como única compañía. Podría en esos momentos estar siendo observado por soldados de la guerrilla o del gobierno, como también por algún bandolero asaltante de caminos como aquel que en tiempos de las guerras independentistas llamaban Guardajumo. Sin embargo ni remotamente cruza por su mente la idea de dar marcha atrás, sigue adelante, ojo avizor y oídos prestos a detectar el inconfundible maraqueo de la cascabel, que enrollada al pie de un mapurite, un jobo o un corozo, podría en esos momentos estar solapadamente aguardando su paso para asestar alevosamente una mortal mordedura en las patas de su caballo. No obstante, seguro está que nada de eso le ha de pasar, toda su confianza la tiene depositada en “Pancha” Duarte, ánima del Taguapire de quien es ferviente devoto. Ella sabrá conducirlo por camino seguro. Poco más adelante jinete y caballo sacian su sed con la cristalina y refrescante agua de un jagüey semioculto en un pequeño morichal. Levanta su rostro, arriba en el cielo totalmente encapotado observa alargadas formas movibles de color negro, zamuros y oripopos planeando incansablemente. En su incesante vagabundeo parecen otear el abismo en busca de la posible presa sin vida, o columbrar desde aquellas alturas la presencia del viajero que reanuda su marcha. Ahora va silbando una vieja tonada que tiempo atrás, en una de sus tantas correrías por aquellas tierras le oyó cantar a José Antonio Camejo, anónimo hijo del Llano, poeta, coplero y cantador improvisado de esos que tanto abundan en tierras provincianas. Peón de “La Candelaria” de don Ramón Aguilar, enclavada por allá, en el corazón mismo del Guárico, y que tiene una hija... carajo. Casi media hora después, el astro rey, oculto tras los enormes y grisáceos nubarrones, en su lento pero indetenible viaje hacia el ocaso termina por desaparecer arrastrando consigo sus rayos de dorados matices que desbordará en la otra parte del mundo.

––Carajo, me cogió la noche–– dice, y aún así continúa su decidida y solitaria marcha.

Si no lograba encontrar un rancho donde le permitieran pasar la noche, lo haría en descampado, a la intemperie, le bastaría colgar su chinchorro de cualquier rama de un árbol y allí, en medio del más absoluto silencio y

de la más impenetrable oscuridad dormiría hasta la mañana siguiente.

Lento, callado y monótono transcurría el tiempo, y a medida que se internaba cada vez más por aquella sombría sabana, le dio por recordar los consejos, advertencias y recomendaciones que de muy buena intención le habían dado en el pueblo algunos de sus conocidos antes de que él emprendiera la marcha.

––No le recomiendo que se vaye don, ya son casi laj cuatro de la talde, y mire que Zaraza ejtá lejísimo carajo, como a cinco leguaj de aquí. Lo máj seguro ej que lo coja la noche en el camino y el chubajco que no talda en caé. ¿Polqué mejol no se queda y se va mañana tenpranito?. Ahora, si lo que ejtá ej decidío a ise, lo que mejol le puedo desiá ej que le vaye bien, y que llegue sin novedá sano y salvo a su dejtino. Pero tenga en cuenta que pol to esa sabana anda alzá y enguerrillá mucha gente. Si tiene la mala suelte de tronpezase con gente de Arévalo Cedeño, del indio Montilla o con la del gobielno, puede llevase una mala ejperiencia–– le había dicho uno de ellos.

––Mire don–– le refirió otro ––yo se que ujté ej honbre que le jace frente a laj dificultadej, pero déjeme decile una vaina que a lo mejol no va a tomá muy en serio polque ujté no ej de por ejtoj laoj, pero que no ejtá demáj de que se lo diga. Pol to esoj montej y esa sabana ojcurita no va a conseguí a nadien que le prejte ayuda en caso de necesitalo. Cualquiel lugal donde ponga la güella, téngalo pol seguro debe ejtá cundía e culebraj, que son un rayo carajo pa echale una vaina a cualquiera, y la plaga, loj pegonej y loj tábanoj que no lo van a dejá un momento tranquilo. Pero eso sería una pendejá, conparao con las otraj vainaj que le pudiera pasá, loj ejpantoj don, loj ejpantoj y aparecioj que seguro se va a conseguí por el camino. Apaltese pa un lao o galopee la bejtia cuando vea que en medio de aquella ojcuridá alguien viene o va, polque segurito que ej un ejpanto o un ánima en pena, toíta vejtía e blanco, con un camisón que va arrajtrando por el suelo, y que jecho el pendejo le va a pedí el favol de que lo lleve en laj ancaj del caballo. Ysi se le mete un ejcalofrío en el cuelpo, y la bejtia se le barajujta y se le para en doj pataj, santigüese carajo y encomiéndese a la Vilgen del Calmen. Siga siempre pa lante y pol na del mundo se le jocurra voltiá pa tráj polque... bueno ujté sabe. Y la última recomendación que yo jallo, ej que se ponga esa blusa al revéj, eso ej lo mejol pa uyentá a loj ejpantoj. Y no le cuento laj vainaj que yo he vijto y otraj que me han contao pol no entretenelo máj.

Él, por supuesto supo agradecer todos aquellos consejos, advertencias y recomendaciones, no obstante les dio muy poca o ninguna importancia a todas ellas, no tenía cuentas o deudas pendientes con la guerrilla ni con el gobierno. Si se le atravesaba un “Guardajumo” o si el camino era culebrero, él sabría muy bien defenderse con el “cuatrolíneas” de filosa hoja que portaba en el interior de su vaina terciada al pecho. Y en cuanto a aquello de ánimas en pena, espantos y aparecidos, no, definitivamente no creía en ellos. Era hombre algo leído y con los pies muy bien puestos sobre la tierra, por lo cual respetaba, pero no compartía las creencias arraigadas desde tiempos inmemoriales en las mentes de aquellos pueblerinos que aún no habían podido, o querido deslastrarse de aquellas supersticiones inculcadas a ellos por sus propios antepasados, y reforzadas además por el negro africano en tiempos de La Conquista y La Colonia, contribuyendo a hacerlas cada vez más estrechas e insolubles debido al oscurantismo, la ignorancia, y el miedo muy propios de aquellas tierras, culturas y lejanos tiempos, motivos suficientes para que sumisos, aceptaran como verdaderas, encargándose consciente o inconscientemente de transmitirlas y propagarlas de una a otra generación, cada una de ellas magnificándolas en demasía, y alterando exagerada y fantasiosamente el contenido real y verdadero de todas aquellas inverosímiles historias que llenos de estupor y asombro escucharon de labios de otros, que a su vez le habían sido relatadas por sus padres y abuelos.

Claro está, que en más de una oportunidad cuando se había visto como ahora, obligado a transitar por aquellos solitarios caminos llenos de sombras creyó haber percibido la presencia de algo anormal. Y a pesar de que inútilmente trató de averiguar la procedencia de aquellos pasos, ruidos, lamentos y llantos que seguro estaba de haber escuchado, convencido estaba de que no se había tratado de muerto, espanto o aparecido que vendría a ser lo mismo, porque estaba plenamente convencido de que: muerto no sale carajo, muerto no sale.

Súbitamente sus pensamientos, recuerdos y reflexiones se vieron interrumpidos por un mágico encanto de la naturaleza. Se ocultó la densa lobreguez, se disipó la negra oscuridad, y todo aquél sombrío paisaje se llenó de pronto de una vivísima, parpadeante y fugaz luminiscencia.

Un relámpago, como el reptar de una enorme serpiente de un vivo color había invadido las tinieblas derramando brevemente su luz por sobre aquella oscura, silenciosa y solitaria sabana. Segundos más tarde, como un desenfrenado galopar de caballos se dejó escuchar el fuerte, prolongado y ensordecedor estallido del trueno que estremeció la llanura turbando el encantador silencio de la noche.

––Lo que me faltaba carajo–– dijo, y apuró el paso de la bestia con animos de ganarle la carrera al chubasco que ya comenzaba a desprenderse en frías y diminutas gotas, y continuó su rumbo por aquella oscura sabana bajo la pertinaz lluvia. En la lejanía se dejaban ver los brevísimos y zigzagueantes destellos de luz de los relámpagos y se perdía el retumbar de los truenos.

Poco menos de un cuarto de legua después, ya completamente mojado detuvo la marcha y aguzó el oído, en medio de aquel misterioso silencio llegaron hasta sus oídos los lejanos ladridos de un perro.

––Donde hay perro hay gente–– dijo, y redobló la marcha en la dirección en que había creído haber escuchado aquellos ladridos.

Poco más adelante, envuelto en las tinieblas de la noche, y semioculto en medio del denso gamelote como pretendiendo en él ocultar su miserable y ruinoso aspecto, negro y sombrío se dibujo ante sus ojos la fachada de un rancho campesino que parecía que de un momento a otro se derrumbaría para llevarse consigo sus viejos y quizás tristes recuerdos.

––Caray “Pancha” ya era hora–– dijo en alta voz como si estuviese conversando con otra persona.

Desde su montura que se mostraba inquieta llamó:

––Hola, buenas noches. ¿Vive alguien aquí?.

Esperó por algunos segundos, pero sólo los lastimeros ladridos de un perro que se encontraba en su interior obtuvo por respuesta. Bajó entonces del caballo y con paso firme se dirigió a la vivienda. Tocó varias veces a su puerta, pero nuevamente los ladridos, esta vez acompañados de angustiosos y lastimeros aullidos del perro fue lo único que se dejó escuchar. Observó entonces una cuerda que corría a través de dos pequeñas argollas que mantenían cerrada la puerta y deshizo su nudo. Con cierta precaución y recelo la empujó suavemente y aquella se fue abriendo con el característico chirriar de goznes resecos y carcomidos por el herrumbre. No bien había terminado de abrirla, cuando un celaje, una figura tan negra como la noche se coló por entre sus piernas saliendo en atropellada y veloz carrera del interior de la vivienda. Era el solitario y quizás hambriento perro que se hallaba allí encerrado, y que ahora libre, en desenfrenada, angustiosa y alocada carrera se perdió por aquella oscura sabana confundiéndose con las sombras de la noche.

––Pobre perro carajo–– se dijo, y terminó de penetrar al rancho.

Sus ojos se encontraron con una negra, cerrada e impenetrable oscuridad. Encendió un fósforo cuya luz le permitió observar todo cuanto allí había. Poca e insignificante cosa había en aquél pequeño y desordenado ambiente, dos sillas y una mesa tan viejas como inservibles. Poco más allá, al fondo, observo la pequeña y angosta entrada a una habitación de la que colgaba una vieja, raída y descolorida cortina. La descorrió y penetró en ella. Lo primero que llamó su atención fue la tenue luz que despedía la llama de un pequeño cabo de vela ya por consumirse. En uno de sus oscuros rincones apenas podíase observar un viejo y casi destartalado catre cubierto por una cobija de agua. Encendió otro fósforo y levantó su rostro, un tronco de regular grosor cuyos extremos atravesaban la parte superior de dos

desnudas paredes observó. Aquello era lo poco que había allí, en aquella pequeña habitación casi tan vacía como el rancho mismo, y ya no le cupo dudas, aquella miserable vivienda se encontraba completamente vacía, posiblemente abandonada por sus dueños.

Se despojó de la ropa mojada, y colgó de aquél tronco su chinchorro donde más tarde se dispondría a dormir hasta la llegada del nuevo amanecer.

De allí pasó a la cocina abriendo un pequeño postigo por donde asomó su rostro. Sus ojos no vieron más que la negra, cerrada e impenetrable oscuridad de la noche. Arriba en el cielo no iluminaban la luna ni los luceros, su luz parecía haber sido extinguida por el fuerte y casi interminable chubasco, o corrieron asustados a ocultarse del tenebroso galopar de los truenos y el zigzaguear de los rayos y centellas. Sin embargo, visto desde su refugio el espectáculo le pareció hermoso y encantador a la vez. La naturaleza bravía e indomable como caballo cerril llenaba a un mismo tiempo de luz y sombra campos y sabanas enormes como el mar.

Poco después se retiró a descansar. Con un pie sobre el piso de tierra se impulsaba de vez en cuando dándole a su chinchorro un movimiento de vaivén. Afuera, la lluvia continuaba cayendo con inusitada violencia abriendo caminos de agua por aquella oscura, solitaria y silenciosa sabana, colándose hasta aquella pequeña habitación el vivo resplandor de luz de los relámpagos y el tenebroso galopar de los truenos.

Continuas ráfagas de un viento gélido que erizaba la piel penetraban también a la vivienda a través de los incontables orificios de sus viejas y desnudas paredes. El hombre sintió el frío en su cuerpo y se levantó en busca de la cobija que momentos antes había visto cubriendo aquél desvencijado catre. Sólo diez pasos le bastaron para llegar hasta él, tomó la cobija por uno de sus extremos justo en el momento en que la habitación se vio envuelta en la más completa oscuridad, la ya disminuida y oscilante llama del pequeño cabo de vela se había extinguido. A tientas regresó a su chinchorro donde se tendió de nuevo protegido ahora por aquella cobija. Encendió un cigarrillo que después a medio consumir arrojó hacia el lugar en que se hallaba aquel viejo y casi destartalado catre. Como un cocuyo lo vió desplazarse en medio de aquellas tinieblas. Impactó en la pared, y al desprenderse de él algunos chispazos se iluminó por fracciones de segundos aquél oscuro rincón.

––Carajo–– dijo de pronto en alta voz visiblemente sorprendido.

Detuvo bruscamente el oscilante movimiento de su chinchorro en el que se sentó con la vista fija en aquel lugar. Algo había allí en aquél rincón. Algo vio, o creyó haber visto. Fue sólo una visión fugaz, repentina, pero aún así no pudo evitar que un desagradable escalofrío corriera todo su cuerpo.

No obstante sólo curiosidad y no otra cosa experimentó. Y ya se disponía a averiguar lo que allí le pareció haber visto cuando desechó por completo la idea, sabía por experiencia que la oscuridad, el silencio y la soledad juguetean a veces con la imaginación de las personas. Sin embargo parecía no estar del todo convencido, dudaba, y por ello de vez en cuando dirigía su mirada hacia aquél rincón tratando infructuosamente de taladrar la negra oscuridad que como un manto envolvía en tinieblas la habitación.

––Ah carajo “Pancha”, déjate de vainas–– murmuró, y se acostó de nuevo.

Paulatinamente el sueño fue apoderándose de él, y minutos después sólo sus fuertes y casi interminables ronquidos alteraban la paz y quietud de aquél pequeño y lóbrego ambiente. Afuera en la sabana imperaba también una densa e impenetrable lobreguez acompañada de sus fantasmales sombras y sus misteriosos ruidos que por momentos parecián confundirse con el canto triste de la pavita que revoloteaba por la copa de los árboles.

Sin percibirlo, envuelto en la oscuridad de aquella habitación permaneció el viajero inmerso en un profundo y reparador sueño. Lentas parecían transcurrir las horas y serían las cinco de la madrugada cuando despertó bruscamente. Fuertes y roncas voces procedentes del exterior interrumpieron su sueño. Dedujo que posiblemente se trataba de la peonada de algún hato cercano que había salido en busca de las reses que pudieron haberse espantado con el fuerte chubasco de la noche que al parecer ya había cesado, o de los dueños del rancho que regresaban pasados de palos después de una casi interminable noche de parranda en algún caserío cercano. Se levantó cubriéndose con la cobija, y aferrando en su mano derecha el filoso “cuatrolíneas” se dirigió a la puerta para darle a los que llegaban, caso de preguntar, las debidas explicaciones acerca de su presencia en aquél rancho. Abrió, y en la envolvente y brumosa semipenumbra pudo observar a unos diez o doce hombres que alumbrándose con mecheros encendidos dirigían sus pasos en dirección a la vivienda. Hubo sorpresa, asombro y miedo en todos ellos, y algunos corrieron velozmente desandando el camino presas del pánico.

––Ah Mariá purísima.

––Corre Baltolito, corre.

––Véngase conmigo cuñao, coja por aquí.

––No se quede hay parao primo, coja pal monte, coja pal monte.

Eran los alocados gritos y expresiones que salían de boca de aquellos que corrían como si estuviesen siendo perseguidos por el mismo demonio, o hubiesen visto un espanto. El asombro se reflejaba también en el rostro de los restantes que atropellada y repetidamente hacían la señal de la cruz con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en la figura del hombre, que impávido permanecía de pie en el umbral de la vivienda tenuemente

iluminada por la llama de los mecheros que sostenían en sus temblorosas manos. Ante tan evidente extraño comportamiento, el viajero resueltamente dio unos pasos adelante y saludó a aquellos asustados campesinos:

––Buen día señores. ¿Qué se les ofrece?.

Los recién llegados que tenían temor de acercarse, y que también como sus compañeros pretendían salir en desbandada se miraban incesantemente unos a otros, y ya más calmados respondieron al saludo con voz apenas audible.Uno de ellos, ya disipado su temor y asombro que momentos antes lo invadiera, no con cierto recelo fue lentamente acercándose. La lumbre del mechero que levantó en alto dio de lleno en la figura del hombre diciéndole con temblorosa voz:

––Carajo don, que buena vaina noj ha echao ujté. Piazo e sujto que noj ha dao. ¿Qué jace usté hay, metío en ese rancho?.

––Me agarró la noche y el aguacero amigo, pero se me atravesó este rancho en el camino y entré para pernoctar en él, y me perdonan el abuso pero no tuve otra alternativa–– respondió.

––No, don, no se priocupe, ese rancho no ej de ninguno de nosotroj, era del finao Pedro Manuel, pero... ¿ujté pasó toa la noche solo dulmiendo hay?.

––Completamente solo.

––¿Y no se apelcibió de na?.

––¿Como de qué?.

––Carajo don, del difunto, del finao.

––No amigo, déjese de vainas, no me eche cuentos de difuntos, mire que muerto no sale, no le tenga miedo a muerto, téngale miedo al vivo.

––No mi conpa, la vaina no ej cuento, el viejo Pedro que vivía en ejte rancho se murió ayel talde, mi mujé, mi cuñao y yo lo encontramoj tirao en el suelo con el poquito e vida que le quedaba, lo alevantamoj y lo acojtamoj en su catre, pero al ratico se le voltiaron los ojos y hay murió el pobre honbre. Mi mujé lo cubrió con esa cobija que ujté tiene puejta, le prendimoj una vela y lo dejamoj hay polque no teníamoj como llevanoloj y el pueblo ejtá bajtante retirao. Ibamoj a vení anoche pero el aguacero no noj lo pelmitió. Ej por eso que hemoj venío tenpranito pa llevanoloj pal cementerio pa dale sepultura.

––¿Así es la cosa, y donde está el difunto Pedro Manuel?, yo llegué aqui anoche y lo único que había y no precisamente muerto era un perro que alguien dejo encerrado allí dentro.

––Segurito que era “Vagamundo”, el perro cachicamero de Pedro Manuel, segurito––dijo otro de aquellos campesinos.

––No juegue don–– respondió el primero–– el finao Pedro debe ejtá tuavía tendío en su catre ande lo dejamoj, venga pa que ujté mijmo se de de cuenta.

Entraron todos al rancho, y en aquél rincón, muy cerca de donde se hallaba el cabo de vela ya consumido, asombrado pudo observar el viajero que sobre el destartalado catre yacía rígido, con los ojos semicerrados y la desdentaba boca aún abierta, el cadáver del llamado Pedro Manuel.

––Ah carajo, entonces la vaina de anoche...

––¿Cómo dice don?.

Respondió narrando brevemente su experiencia de la noche en aquella vivienda, hizo la señal de la cruz, y despojándose de la cobija cubrió con ella aquél cuerpo inerte.

Todos los rostros de miradas de asombro e incredulidad, se dirigieron a él.

––Bueno don, entoncej cójame ese tronpo en láuña, ujté no se apelcibió de na polque cuando dentró, a lo mejol ya la vela no alunbraba mucho o ya se había apagao, y veldaderamente con esa ojcuridá no se ve naíta don, naíta.

Poco menos de una hora después, con los albores del nuevo amanecer paulatinamente comenzó a bañarse de luz aquél hermoso y dilatado paisaje llanero. Atrás había quedado la noche y con ella sus fantasmales sombras y sus misteriosos ruidos. Aquellas buenas personas levantaron el cadáver de Pedro Manuel envolviéndolo en un chinchorro, y con él a cuestas se internaron en la sabana rumbo al pueblo.

El viajero ensilló el caballo despidiéndose de aquellos hombres, y ya se disponía a partir cuando uno de ellos se le acercó preguntándole:

––¿Cómo lo llaman don?, y mire que ujté sí que ej velgatario e veldá, polque esa vaina de pasá la noche en un rancho abandonao, ojcurito, y en medio de un palo de agua dulmiendo con la sojpecha de tené al laíto un difunto y no priocupase por eso, carajo ej pa contase y no creese.

Un minuto después ambos se alejaron por rumbos diferentes.

Cien metros más adelante el viajero dio vuelta a su cabalgadura y contempló por última vez aquel providencial y ruinoso rancho que le dió cobijo, y que en una tempestuosa y oscura noche compartió con un desconocido difunto que yacía sobre su catre a escasos metros de donde él dormía. Enderezó luego el camino y se perdió en la sabana.

Una hora después, aquellos que cargaban el cadáver del llamado Pedro Manuel hicieron un alto en el camino.

––El honbre pesa cuñao, el honbre pesa–– dijo uno de ellos.

––Y pensá que ej puro güeso lo que calgamoj hay, cuando vivo el viejo Pedro taba máj livianito–– le respondió su compañero que sujetaba el otro extremo del chinchorro.

––Carajo cuñao, tuavía recueldo el piazo e sujto que noj metió el don aquel. ¿A quién se le jocurre andá por esoj montej de noche, en medio de un palo de agua, y dejpués metese en un rancho praiticamente abandonao y sin mucha pendejá acojtase a dolmí al laíto de un difunto, del finao Pedro Manuel?.

––Pero lo piol del sunto ej que se quedó tan tranquilo como si na juera pasao cuando se dio de cuenta de que la vaina era veldá. ¿No será que el honbre ejtaba jumo?.

––No honbre conpa, que jumo iba a está, lo que pasa ej que ej de esoj carajoj de Caracaj que no le tienen miedo a muelto, polque muelto no sale, asegún dijo él mijmo, que ej al vivo al que se le debe de tené miedo.

––Bacié cuñao, yo me agarro con un vivo, pero con un muelto... ¿Y cómo jue que le dijo que se llamaba?.

––Selgio Rivas compa, Selgio Rivas.

––Carajo, pero no ej cochino (*) el honbre, ¿no le parece?

––Que va conpa, palo de honbre ej lo que, palo de honbre, me gujtaría tenelo e conpañero.

(*) Cobarde, miedoso en algunas zonas llaneras del Guárico.

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