lunes, 25 de febrero de 2013

LA MUÑECA DE TANYA


El viejo tren cuya locomotora despedía una hirviente y casi interminable columna de vapor que parecía tomar un rumbo contrario dejó escapar un estridente silbido. En cada vagón repleto de pasajeros, sus empleados se paseaban de un lado a otro anunciando el pronto arribo al próximo pueblo y el tiempo que en él se detendrían.
—Atención señores pasajeros— decía uno imprimiendo a su voz un mayor tono para hacerse escuchar ante la algarabía que muchos de los viajeros exteriorizaban escandalosamente por tan sólo haber arribado a su destino —próxima estación: San Antonio parada de veinte minutos.
La velocidad de la máquina se redujo gradualmente, y momentos después con un chirriar de ruedas que se deslizaban por su camino de hierro detenía su marcha en el andén de aquella Estación. Casi de inmediato, impacientes, atropellándose unos a otros,  gran cantidad de pasajeros, algunos portando pesados fardos, bultos o maletas en un interminable parloteo abandonaban los vagones y presurosos se dirigían a las puertas de salida para internarse después por una maraña de largas y estrechas calles que se abrían en todas direcciones. Otros por el contrario, bajaban con el sólo propósito de llenar sus pulmones de un aire menos viciado y poner en movimiento sus casi dormidos y entumecidos músculos. Los más indiferentes permanecieron en su interior, arrellanados en sus asientos, con la vista fija en determinado lugar, como hipnotizados o completamente dormidos. 

Pero aquella breve parada fue motivo también para que muchos otros viajeros tras prolongada e impaciente espera abordaran a su vez aquel tren ocupando los asientos abandonados por aquellos que felizmente habían culminado su viaje. Confundido entre la multitud marchaba un hombre elegantemente vestido, tendría a lo sumo sesenta años, sus cabellos de tonalidades grisáceas hacían juego con su traje. Sostenía entre sus manos un envoltorio de regular tamaño revestido de un papel de vivos y brillantes colores, una delgada cinta de encendido color rojo lo cruzaba vertical y horizontalmente y en uno de sus extremos, dejando al descubierto una estampa infantil podíase observar una tarjeta de reducido tamaño. Sin duda alguna el observador menos acucioso podría adivinar que aquel presente iba destinado a una persona de corta edad. El hombre abordó el tren ocupando uno de los asientos vacios que le indicara el empleado.
 Momentos después, ya con su pasaje a bordo la máquina se puso de nuevo en movimiento arrastrando consigo sus diez vagones que unidos entre sí, marchaban detrás, como escoltándola. Observándosele desde cierta distancia aquella humeante máquina a vapor semejaba una descomunal escolopendra abriéndose paso a través de dos paralelas barras de férreo metal. Afuera, el paisaje vestíase de tonalidades verdosas que por momentos se alteraba de al surgir enormes y frondosos árboles de hermosas y multicolores flores. En el lejano horizonte podíase observar la cresta de una montaña, la que parecía viajar paralelamente al tren, ya que por mucho que este avanzara aquella continuaba siempre al alcance de la vista. Otras menos distantes desaparecían gradualmente mientras que todo aquello más próximo a la vía férrea parecía desplazarse en sentido contrario, a vertiginosa velocidad. El hombre adoptó una posición más cómoda al tiempo que observaba su reloj, sus manecillas señalaban pocos minutos después de las tres de la tarde, arribaría a su destino aproximadamente a las siete de la noche, casi cuatro largas y tediosas horas de viaje lo esperaban las cuales sin embargo se  verían compensadas por la alegría de encontrarse entre sus dos y únicos más queridos seres: Alexandra su hija, y Tanya su pequeña nieta de apenas cuatro años, convaleciente en el hospital de niños del pueblo, impedida de valerse por sí misma debido a un desafortunado accidente, y sin poder evitarlo retornaron a su memoria aquellos desagradables momentos. Inexplicablemente había perdido el control del auto que conducía volcando aparatosamente en mitad de la carretera, él había salido ileso, su hija con lesiones que no revistieron mayor importancia, no así Tanya, quien había resultado seriamente lesionada en brazos y piernas que le impedían todo movimiento. Casi treinta días habían transcurrido de aquel desagradable accidente, y ocho, desde que por última vez había visto a la niña postrada sobre el blanco lecho del hospital.
—Abuelo— recordó que le había dicho la niña en aquella oportunidad antes de que él retornara a su pueblo —cuando vuelvas de nuevo quiero que me traigas una muñeca de cabellos rubios y ojos azules.
Él por supuesto prometió que se la llevaría, y había cumplido su promesa, porque en aquel envoltorio hallábase una hermosa muñeca que seguro estaba, la llenaría de felicidad.
Mientas se encontraba inmerso en aquellas reflexiones el tren continuaba abriéndose paso a través de su casi interminable camino de hierro. Poco más de dos horas después, adelante como interponiéndose en su marcha surgió de improviso una elevada colina, sin embargo la máquina penetró en ella a través de un estrecho y oscuro túnel. Al final de este podíase observar un círculo luminoso que se hacía cada vez mayor a  medida que la distancia se acortaba. El hombre repentinamente se vio envuelto en un sopor, y antes de caer vencido por el sueño experimentó una sensación de calor, momentos después dormía profundamente. En aquel estado onírico, fantasioso e irreal no percibió el paso del tiempo que parecía transcurrir lenta pero de manera indetenible, y no supo en qué momento su sueño se vio interrumpido por alguien a quien le oyó decir:
—Próxima Estación. Pueblo Nuevo. Final del viaje.
—Oh, gracias a Dios al fin he llegado— dijo el hombre y abandonó el tren.
Consultó su reloj y experimentó cierta alegría al observar que   había hecho el viaje en tan sólo tres horas cuando  normalmente aquella misma  travesía tenía una duración de cuatro pues en ese momento las manecillas de su reloj señalaban las seis de la tarde. Desde aquella Estación hasta el hospital sólo lo separaban seis cuadras, la fresca brisa de la tarde que levemente golpeaba su rostro invitaba a caminar. No bien se había puesto en marcha cuando hasta sus oídos penetró en incesante ulular de una sirena; un carro de bomberos se desplazaba a gran velocidad. Poco más adelante pudo observar otro de aquellos vehículos escoltado por un auto policial. En la distancia y por sobre algunos pequeños edificios pudo observar los rojizos resplandores del incendio que aquellos hombres se disponían a combatir. Infinidad de personas, curiosos en su mayoría corrían en aquella misma dirección. Algo en su interior lo indujo a apurar el paso, y al llegar miró lleno de asombro que enormes lenguas de fuego consumían el hospital donde convalecía su nieta. Presuroso se abrió paso por entre la gran cantidad de personas que se agolpaba a sus puertas y que a duras penas podía ser contenidas por un fuerte cordón policial mientras que los hombres de rojo, sosteniendo entre sus manos enormes mangueras lanzaban interminables chorros de agua a través de los ventanales del edificio que se consumía cada vez más por la voracidad de las llamas. Bomberos y policías valientemente se veían correr escaleras arriba por las que bajaban poco después cargando en sus brazos a algunos niños que habían logrado rescatar de aquel desastre.
—En el piso 6 está mi hijo— le oyó gritar a una joven mujer, en cuyo rostro inundado de lágrimas  se reflejaba el llanto, el temor y la impotencia.
 —No se puede llegar hasta allá —dijo alguien.
Ante aquella respuesta el hombre reaccionó de pronto, dos pisos más arriba
Se encontraba su nieta, moriría si no era rescatada a tiempo, y sin pensarlo dos veces corrió velozmente con el propósito de ingresar al  hospital.
Se vio sin embargo detenido por dos guardias que le impidieron entrar.
—Mi nieta está allá arriba —gritaba desesperadamente al tiempo que pugnaba por desprenderse de los brazos que lo sujetaban.
—Lo siento señor —le dijo uno de aquellos guardias— ni aun los bomberos han podido llegar hasta allá, desgraciadamente ya no queda nada más por hacer.
—Sí, tiene usted razón— dijo visiblemente abatido, y ya libre de las manos que le impedían moverse, hizo ademán de retirarse, sin embargo no fue así, y  de un  fuerte empujón hizo que aquellos guardias rodaran por al suelo reanudando él su carrera hacia el interior del hospital.
—Regrese, no podrá llegar, regrese — gritábanle de todos lados.
Sin embargo, haciendo oídos sordos a aquellas advertencias, continuó su alocada y veloz carrera, mientras que  centenares de ojos lo vieron penetrar violentamente al pequeño edificio. Por un momento tuvo que hacerse a un lado para no interrumpir la marcha de  algunos bomberos y policías que bajaban cargando en sus brazos a otros tantos infantes en cuyos inocentes rostros se reflejaba el desconcierto, el temor y el miedo.
— ¿A dónde va usted?, esto está a punto de desplomarse, regrese — le dijo ahora uno de aquellos hombres.
—Mi nieta está en el octavo piso, debo rescatarla de lo contrario morirá.
—No podrá llegar, esto se viene abajo, regrese.
Pero una vez más, haciendo caso omiso de aquellas advertencias continuó su veloz carrera escaleras arriba  abriéndose  paso a través de un sinfín  de obstáculos desparramados por doquier que refrenaban su marcha  además de la gran cantidad de agua que bajaba a raudales desde los pisos superiores. Sorteados a duras penas todos aquellos obstáculos logró al fin llegar hasta aquel piso, todo a su alrededor era un caos un infierno, el  ambiente asfixiante y la atmósfera  irrespirable. De un formidable puntapié logró derribar la puerta de una habitación que estaba siendo consumida por el fuego. Penetró en ella, se vio de pronto envuelto en una densa y oscura cortina de humo que le impedía respirar, se movió a tientas mientras que con asombro observaba como las llamas consumían todo a su paso. Y fue en medio de aquel infierno en que penetraron a sus oídos unos desgarradores y casi apagados gritos de alguien que clamaba por auxilio.
—Tanya, ¡dónde estás?— gritaba el hombre presa del temor y el desespero.  De Pronto, del fondo de aquella habitación se dejó escuchar una débil y entrecortada vocecita infantil.
—Abuelo, abuelo, aquí estoy, me quemo, sácame de aquí me ahogo.
Guiándose por el llanto de la criatura que ara interrumpido por una fuerte e incesante tos logró llegar hasta ella tomándola rápidamente en sus brazos, la niña llorando de miedo se aferró fuertemente a su cuello, justo en el momento en que una de las paredes de aquella habitación, reblandecida por la fuerte temperatura se venía abajo estrepitosamente. La habitación se  impregnó de un fino polvo que confundiéndose con la densa humareda hizo aún más irrespirable el lugar. En su desesperación por encontrar la salida equivocó la ruta infinidad de veces. En diferentes oportunidades tropezó con todo aquello que tenía por delante, muchos objetos rodaron por el suelo haciéndose añicos o produciendo un ruido sordo. De pronto, el pesimismo y la frustración lograron penetrar a su cerebro, pensó que jamás llegaría abajo. Sin embargo, después de un desesperado y angustiante deambular sin rumbo determinado por aquel piso logró al fin encontrar la salida precipitándose velozmente escaleras abajo observando con asombro como se desplomaban otras tantas paredes con ensordecedores estruendos. Sorpresivamente algo cayó sobre su cabeza produciéndole un fuerte dolor, casi estuvo a punto de rodas por aquellas escaleras, pero empeñado como estaba en salvar la vida de su nieta logró sobreponerse y continuó su interrumpido descenso por aquellas escaleras apretando contra su pecho el frágil y pequeño cuerpo de su nieta. De nuevo se abrió paso por  aquellas escaleras a través de mil obstáculos  que le impedían un más fácil y rápido desplazamiento. Se sentía cansado, mareado, exhausto a punto de desfallecer. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le restaban y momentos después, milagrosamente logró llegar hasta abajo sintiendo que unos fuertes brazos le arrebataban a la niña. Momentos más tarde pudo observar a la pequeña que estaba siendo atendida en el interior de una ambulancia visibles muestras de encontrarse fuera de peligro. Una mujer se abrió paso por entre la multitud haciéndole entrega de un envoltorio que traía consigo.
—Me lo dio usted antes de ir a rescatar a la niña— le dijo.
En ese momento la puerta de la ambulancia se abrió. —Todo está en orden— le oyó decir a uno de los paramédicos, quien agregó, — de no haber sido por usted la niña hubiera muerto, puede entrar, ella le espera.
La niña ya despojada de la mascarilla de oxigeno que momentos antes cubriera su pequeño rostro lo abrazo fuertemente.
Hasta aquellos momentos no se había percatado de que su nieta ya no tenía sus brazos enyesados, experimentó una infinita alegría y le pregunto:
 — ¿Y el de tus piernas?
—Me dijo el médico que dentro de tres días me los quita—  respondió ella. 
En ese momento el hombre recordó el presente que traía para ella y se lo dio. Abrió la niña aquella caja y extrajo de su interior una hermosa muñeca de rubios cabellos y grandes ojos azules.
—Gracias abuelo gracias, es la muñeca más hermosa que he tenido.
Casi inmediatamente después, el hombre, debido quizás a las fuertes emociones experimentadas durante aquella tarde comenzó a dar muestras de cansancio y abatimiento, paulatinamente fue cerrando sus ojos y un sopor lo fue envolviendo cada vez más, sin embargo en medio de aquel letargo creyó percibir la voz de su hija, que afuera abriéndose paso por entre la multitud gritaba desesperadamente el nombre de Tanya.
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Repentinamente sintió que una mano se posaba suavemente en su hombro, y oyó una voz que como venida de lejos le decía:
—Oiga señor despierte, hemos llegado, despierte.
Interrumpido de su sueño el hombre miró en todas direcciones como orientándose y pregunto:
— ¿Llegado, a dónde?
—A Pueblo Nuevo señor.
Algo confundido consultó su reloj, señalaba las siete.
—Sí, tiene usted razón, hemos llegado— dijo, y abandonó su asiento dirigiéndose a la salida. Sin embargo tuvo que regresar en busca del presente que traía para su nieta que había olvidado. La búsqueda fue infructuosa, por ninguna parte lo pudo encontrar, consultó al empleado del tren quien se limito a decirle que posiblemente, mientras él se había quedado dormido alguien se lo había apropiado.
—Sí, debió haber ocurrido así, era una muñeca que traía para mi nieta—respondió algo molesto y abandonó el tren dirigiéndose al hospital. Mientras caminaba,  algo parecía bullir por su mente, algo quería brotar de su cerebro pero un misterioso obstáculo parecía impedirlo evitando que afloraran a su memoria algunos vagos recuerdos que se entremezclaban desordenadamente sin saber a ciencia cierta de que podría tratarse. Por más que lo intentaba no lograba entender los motivos de aquel desorden mental que bullía por su cerebro. Y así, entre confusos pensamientos logró al fin llegar al hospital, y grande fue su sorpresa, el pequeño edificio se encontraba convertido en humeantes ruinas. Loco de desesperación preguntó a un bombero que ya se disponía a retirarse cumplida su labor.
—Qué ha pasado aquí? ¿Qué ha sucedido? ¿Los niños, dónde están?
—Ha sido un incendio— le respondió el bombero— afortunadamente todos
Los niños fueron puestos al salvo, ¿busca a alguien?
—A Tanya, mi nieta, estaba allí hospitalizada.
Consultó el bombero una lista de todos aquellos niños felizmente rescatados y en ella encontró el nombre de Tanya.
Ahora ya más calmado preguntó de nuevo el hombre:
— ¿A dónde la condujeron.
—Le fue entregada a su madre, pero… ¿acaso no fue usted quién logró rescatar a la niña del incendió?— le preguntó ahora el bombero con el asombro reflejado en su rostro.
Ante aquella pregunta que le pareció por demás extraña, respondió:
—No, por supuesto que no, acabo de llegar al pueblo.
—Es que la persona que logró salvar a la niña guarda un extraordinario parecido con usted, casi se podría decir que se trata de la misma persona, además, la niña dijo haber sido rescatada por su abuelo.
Ante aquellas afirmaciones que le resultaban incomprensibles presuroso se dirigió a la casa de su hija, y de nuevo sintió aquel hormigueo en su cerebro, era como un volcán próximo a hacer erupción, mas sin embargo nada, por muy ínfimo que fuera, lograba salir, brotar escapar al exterior.
Alexandra le salió al encuentro sin poder ocultar la emoción que se observaba en su rostro.
—Papá — le dijo— ¿dónde estabas? te he buscado por todas partes.
—Cómo que por todas partes, tú no sabías que yo me encontraba aquí.
—Papá por favor no trates de confundirme, lo sé todo, tú estuviste esta tarde en el hospital, salvaste a la niña del incendio.
—Hija por favor cálmate, hace poco que he llegado al pueblo, vengo en este momento del hospital y me he enterado de lo que allí sucedió.
—Papá ¿te sientes bien?
—Claro que me siento bien, pero hay algo que no logro entender, allá frente al hospital me han dicho que la niña fue rescatada por alguien que guarda un extraordinario parecido conmigo, “casi se podría decir que se trataba de la misma persona, además, la niña dijo haber sido rescatada por su abuelo” me dijo un bombero, y ahora tú también me dices lo mismo, ¿qué sucede Alexandra, es que acaso nos estamos volviendo locos?  
—No papá fue así como realmente sucedió, todos te vieron.
—Imposible, no se puede  estar en dos lugares a un mismo tiempo porque cuando el incendio se desató yo me encontraba a más de sesenta kilómetros de aquí.
—No papá cómo puedes decir eso?, tú salvaste a la niña, te repito, hablaste con ella en la ambulancia, allí tú le diste la muñeca.
— ¿Cómo has dicho, la muñeca?
—Sí papa, tú mismo le entregaste a Tanya la muñeca que le habías prometido.
—Imposible, debe haber algún error alguna confusión —dijo— recordando que ciertamente él había traído una muñeca para su nieta, pero que mientras se había quedado dormido en el tren alguien se la había apropiado.
Alexandra miraba con preocupación a su padre, posiblemente había sufrido un fuerte shock que le impedía recordar, al día siguiente lo haría examinar con un médico. Pasados aquellos momentos de confusión se dirigieron ambos a la habitación de la niña quien se llenó de alegría al ver a su abuelo, diciéndole que lo había estado esperando para darle de nuevo las gracias.
— ¿Para darme de nuevo las gracias, y eso por qué? le preguntó él.
—Por haberme salvado del incendio en el hospital abuelo, y por la muñeca que me regalaste— le respondió ella.
Dicho esto, la niña extrajo de una caja revestida de un papel de idénticos colores a aquel que servía de envoltorio a la que él había perdido en el tren una muñeca, pero no cualquier muñeca, era la misma que el día anterior le había comprado en su pueblo. El hombre observó detenidamente el juguete y no pudo evitar que un escalofrío recorriera todo su cuerpo, porque indudablemente aquella muñeca era la misma que había perdido en el tren.
—No puede ser— dijo cubriéndose el rostro con sus temblorosas manos, — ¿cómo pudo haber llegado hasta aquí?, estoy seguro de haberla perdido en el tren.
Si alguna duda le quedaba, esta quedó disipada cuando al levantar la pequeña tarjeta que había caído a sus pies pudo observar en ella los rasgos de su escritura, sí, indudablemente que se trataba de su propia letra. Y de nuevo un desagradable escalofrió  esta vez mayor que el anterior recorrió todo su cuerpo. Sin salir de su asombro preguntó a su nieta:
—Has dicho que yo te rescate del incendio y que te entregue esa muñeca?
—Sí, abuelo, fue esta tarde en la ambulancia, allí tú me diste la muñeca pero después no te vi más— le respondió la niña quien de inmediato pasó sus pequeñas manos por el grisáceo cabello de su abuelo, y algo inquieta le preguntó:
— ¿Abuelo, qué es esto que tienes aquí, qué te pasó, te golpeaste con algo?
El hombre se llevó las manos a la cabeza notando en ella un pequeño abultamiento.  Iba a responder algo pero su nieta lo interrumpió diciéndole:
—Ya sé abuelo ya recuerdo, fue esta tarde en el hospital, algo cayó sobre tu cabeza cuando bajabas conmigo las escaleras y estuviste a punto de caer.
El hombre desconcertado observaba alternativamente a su hija y a su nieta, pera Alexandra todo era confusión, lentamente se retiró de la habitación tratando de entender lo que al parecer no tenía ninguna explicación lógica.
Seis días más tarde retornó el hombre a su pueblo, la niña ya despojada de las envolturas de yeso caminaba alegre a su lado sosteniendo la muñeca entre sus manos, el empleado del tren que lo había reconocido lo saludó amablemente diciéndole:
—Si no me equivoco, creo que tuvo usted que comprar otra muñeca.
Iba a responder negativamente pero rectificó a tiempo diciendo:
—Sí, tiene usted razón, tuve que comprar otra muñeca.
Mientras se dirigía al andén su hija Alexandra se entretuvo en conversar con el empleado del tren, momentos después la conversación sostenida con aquel, la terminó de convencer que ciertamente su padre, siete días antes había arribado al pueblo a las siete de la noche, y que además durante el viaje había perdido el presente que traía para su hija, lo que no podía entender era como su padre había sido capaz de realizar aquel increíble viaje para salvar a Tanya de una inminente muerte, realmente no lo entendía ni lo entendería jamás, sin embargo, dio  las gracias a Dios y se sintió satisfecha de que todo aquello había ocurrido así, de  la manera más increíble, fantástica y extraña que se pudiera imaginar.
Momentos después el hombre abordó el tren que se fue perdiendo en la lejanía. Al día siguiente de su partida Alexandra visitó en su consultorio al médico que lo había atendido.
—No tiene usted nada de qué preocuparse —le dijo el galeno— su padre goza de excelente salud, tanto física como mentalmente es un hombre completamente sano.
—Sí, ya lo sabía— dijo ella para sus adentros, abandonó el consultorio y se
dirigió a su casa, abrió la puerta y alegre corrió a la habitación de su hija, la pequeña se encontraba dormida abrazada a la hermosa muñeca de rubios cabellos y grandes ojos azules que siete días antes le había traído… ¿le había traído su abuelo?.

Noviembre 1998

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